LAS PROMESAS A LAS SIETE IGLESIAS
Bible Treasury: Volume 7
(Para los versículos se ha utilizado la versión JND).
Hay un punto de mucho interés, que deseo trazar, en conexión con las promesas a las siete iglesias. Al examinar estas promesas por separado, se verá que abarcan todo lo que Dios había encomendado al hombre, o a la nación de Israel, bajo la responsabilidad del dador; pero que se había perdido por debilidad o voluntad propia, y de esta manera había sido robado por Satanás de las manos que eran incompetentes para sostenerlo.
Dios había sido bueno, supremamente bueno, como lo prueban estas promesas o dones actuales, que tan generosamente derramó en el camino que Él había escogido para Sí mismo y Sus criaturas. En este camino que Él tenía, en gracia soberana, había llamado a los patriarcas a caminar con Él como “el Dios de gloria”, y con Su pueblo Israel bajo el nombre de pacto de “Jehová”. Pero un hombre expulsado del Edén, y una nación dispersa de Canaán, hablan clara y tristemente del triunfo de Satanás, de la vergonzosa derrota del hombre, y de la consiguiente deshonra de Dios. Sin embargo, quedó establecido este gran hecho: que la criatura que camina con Dios (como receptora de bendiciones) debe corresponder en vida y naturaleza con Aquel que se deleita en bendecir: de lo contrario, cuando el hombre es puesto a prueba, la responsabilidad no puede ser sino un triunfo temporal para el diablo.
El libro del Apocalipsis nos presenta a “Uno semejante al Hijo del hombre”, que puso Su mano derecha sobre Juan, diciendo: “No temas; yo soy el primero y el último; yo soy el que vivo y estuve muerto; y he aquí que vivo por los siglos de los siglos, Amén; y tengo las llaves del infierno y de la muerte”. Es la presencia y la posición de Alguien como Aquel que se proclama a Sí mismo, lo que hace que todo el curso y el orden de las cosas vuelvan a Dios, para Su gloria eterna con Sus criaturas, pero sólo como redimidos por la sangre de Su propio Hijo. Por Su obediencia intrínseca cuando estaba en la tierra, una obediencia hasta la muerte, y por Su justo título como “el primogénito de entre los muertos, y el príncipe de los reyes de la tierra”, Él reúne, y conecta con Su persona, como Hijo del hombre, toda promesa y don que el hombre había perdido, y los mantiene hasta el día en que “todas las promesas de Dios que ahora son hechas sí y amén” serán manifiestamente establecidas “para la gloria de Dios por nosotros”. Mientras tanto, hasta que Cristo venga a recibirnos a Sí mismo, da a los que “tienen oído para oír” una comunión presente, en el gozo de saber que estas promesas y dones están encarnados en Sí mismo; y los que mejor pueden atestiguar cuán preciosa es esta comunión son los que han probado más profundamente lo que significa la bendición perdida.
Estas observaciones pueden bastar para introducir nuestro tema, y en confirmación del hecho de que el Señor, en Su visita de inspección a los siete candeleros de oro, da estas promesas nuevamente, en conexión con Él mismo a este último vaso de testimonio responsable en la tierra antes de que Él venga, retomémoslas en el orden en que son presentadas por Juan en el Apocalipsis.
A la iglesia de Éfeso le dice: “Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios”. Aquí tenemos el más antiguo de los dones perdidos entre Adán y el Creador en el jardín del Edén, “por lo que Dios expulsó al hombre”. Pero en el nuevo título de “Yo soy el que vive” el Señor concede la promesa en orden de redención, así como en poder de resurrección; y lleva al vencedor a comer del árbol de la vida (del que Adán nunca comió) que está en medio del paraíso de Dios, donde el primer hombre nunca estuvo. Un jardín en Edén se pierde, es verdad; pero el paraíso de Dios se gana. La espada flameante, que se volvía en todas direcciones para guardar el árbol de la vida, es envainada por el conocimiento de un Cristo crucificado; y Aquel que estaba muerto ocupa el lugar de los querubines y afirma: “Daré a comer del árbol de la vida y en el paraíso de Dios.”
Obsérvese que este nuevo otorgamiento no se limita a recuperar un lugar de bendición entre Dios y el hombre, sino que, al estar ahora encarnado en Cristo, adquiere una plenitud de significado que Su propio valor ante el Padre le aporta, para el deleite eterno de Él mismo y de los redimidos, allí donde nunca creció el árbol de la ciencia del bien y del mal.
La promesa a la iglesia de Esmirna es “Sé fiel hasta la muerte, y te daré una corona de vida. El que venciere no sufrirá daño de la muerte segunda”. Esto reconoce el hecho de que el pecado había entrado donde el Creador y la criatura estuvieron una vez juntos, caminando en el jardín en el frescor del día; y que como consecuencia la corona había caído de la cabeza de Adán, el oro fino se había oscurecido, y la muerte estaba delante de él como el castigo infligido-la paga de la desobediencia. Pero esta nube oscura se disipa por el resplandor de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo; y hace que incluso la muerte sea la nueva medida de la fidelidad (como lo fue en Su propio camino sobre la tierra), y pone sobre la cabeza de todos los tales la corona de la vida. Así cada promesa obtiene su plenitud de Aquel en quien Dios ha sido glorificado; y así la muerte, en el camino de un vencedor por obediencia, se convierte en un poder por el cual alcanza la corona de la vida. No será herido por la muerte segunda, porque “el que pierda su vida en este mundo la conservará para vida eterna”. Incluso Satanás, que tenía el poder de la muerte, conoce por el Señor resucitado su propia derrota. La muerte no puede herir. “Tenemos la sentencia de muerte en nosotros mismos, para que no confiemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”. Además, por lo que se refiere a Satanás: “Le herirás en el talón, pero te herirá tu cabeza”.
La promesa a Pérgamo nos lleva al mundo desde el diluvio, y nos conecta históricamente con el viaje de Israel fuera de Egipto. “Al que venciere, le daré a comer del maná escondido, y le daré una piedra blanca, y en la piedra un nombre nuevo escrito, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe”. El hombre había comido el alimento de los ángeles, como está escrito: “Les dio pan del cielo”. Vuestros padres comieron maná y están muertos, pero Jesús dijo: “El que coma del pan que yo le daré, vivirá para siempre.” Los nombres de las doce tribus habían sido grabados, por la habilidad del hábil artesano, en toda clase de piedras preciosas; y engastados en el pectoral del gran sumo sacerdote de Israel. Pero esto es cosa del pasado, como el jardín que el Señor plantó en el Edén. Oseas se había puesto en medio de un pueblo culpable, y profetizó: “Los hijos de Israel permanecerán muchos días sin rey, y sin príncipe, y sin sacrificio, y sin imagen, y sin efod, y sin terafines”. Pero las bendiciones perdidas vuelven a ser recogidas por Aquel que desde entonces ha recorrido este camino (como el hijo llamado de Egipto) y sustanciadas en Sí mismo para este mismo pueblo en el día futuro de su historia: cuando dirán “bendito el que viene en nombre del Señor.” En el intertanto, mientras todo está oculto entre el Señor y Sus celestiales (pues nuestra vida está oculta con Cristo, en Dios), obtenemos en Sí mismo el maná oculto, y una piedra blanca, y en la piedra un nombre nuevo escrito, “que nadie conoce sino aquel que lo recibe”. Y esto nos es dado por Él mismo en las nuevas asociaciones en las que por gracia “hemos sido circuncidados por la circuncisión de Cristo”, como uno con Él en una posición nueva y celestial, aunque oculta para todos aquí abajo. Nosotros, como nuevas criaturas en Cristo, podemos comprender bien, por la enseñanza del Espíritu Santo, lo que significan estos intercambios secretos; y lo que registra la piedra blanca: “como Cristo es, así somos nosotros en este mundo”. Pablo estaba familiarizado con la piedra, y con el nuevo nombre, y estaba enseñando a los Gálatas la lección de esta, que ellos eran tan lentos en aprender, que nuestra purificación es por la muerte, cuando dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado; más vivo, y no yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
La promesa a la iglesia de Tiatira es “al que venciere, y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones; y las regirá con vara de hierro, y serán quebradas como vaso de alfarero, como yo la recibí de mi Padre. Y le daré la estrella de la mañana”. Aquí también estaba el lugar de preeminencia de Israel entre las naciones circundantes, aunque ahora un lugar perdido. Asiria, Egipto, Babilonia y Roma, a su vez, han irrumpido en ella y la han despojado, como la bestia salvaje del campo y el jabalí del bosque (Salmo 80:13). Desde aquellos días, la esperanza de Israel, el Mesías, ha estado en medio de ellos y ha llorado sobre la ciudad, diciendo: “Si hubieras sabido, incluso en este tu día, las cosas que pertenecen a tu paz; pero ahora están ocultas a tus ojos”. Y finalmente, “Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles.” El que vive y estuvo muerto ha recuperado esta posición de preeminencia por Su propio justo título, y la mantiene para Israel, hasta que llegue el tiempo en que ella “florezca y brote y llene de fruto la faz de la tierra”. Mientras tanto, Aquel que ha encarnado en Sí mismo este lugar perdido de gobierno y poder real, lo da a los vencedores de hoy en asociación con Él mismo; “así como yo lo he recibido de mi Padre”. Y esto no es todo, pues al conectarnos con esta concesión y promesa que es peculiarmente Suya, nos une en una esperanza de la que sólo Él es el cumplimiento: “y le daré la estrella de la mañana”. Los santos estarán también con Él en el día de la justicia retributiva, cuando salga de los cielos abiertos sobre un caballo blanco, y cuando le sigan los ejércitos que estaban en el cielo, “vestido de lino fino, blanco y limpio, y de su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y las regirá con vara de hierro, y pisará el lagar del furor de Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 6). La ignorancia de los caminos de Dios, y de Sus propósitos en Cristo, sólo puede explicar el hecho de que la Iglesia se haya lanzado a la vorágine del mundo como pacificadora, y así haya perdido su lugar de testimonio real entre Dios y la humanidad, en lo que respecta a la venida del Señor del cielo “para juzgar y hacer la guerra”. El hecho de que se vistiera con una vestidura empapada en sangre no forma parte del testimonio actual de la Iglesia, y de hecho, ¿cómo podría hacerlo, ya que estaría en contra de sí misma por estar en una alianza voluntaria con el mundo? Tampoco las conciencias de los hombres son despertadas por tal aparición del Señor, ni se reconoce el amor de Cristo, que libra de esta ira inminente a los vivos y abundantes millones de la Cristiandad, mediante la predicación de una salvación presente para hoy por la fe en la sangre expiatoria del Cordero.
La promesa dada después a la Iglesia de Sardis nos lleva aún más lejos en la historia de los caminos de Dios con la nación de Israel, y toma su sacerdocio. “El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y de Sus ángeles”. En los días del rey Salomón, cuando el arca fue colocada en el templo y el templo se llenó de gloria, “los levitas, los cantores, todos ellos vestidos de lino blanco, no podían estar de pie para ministrar a causa de la nube”, que había tomado posesión de toda la escena en el nombre del Señor. Además, “sus nazareos eran más puros que la nieve, más blancos que la leche, más rojizos de cuerpo que los rubíes, su lustre era de zafiro”; pero el mismo profeta añade: “su rostro es más negro que un carbón, no son conocidos en las calles, su piel se pega a sus huesos”. Zacarías representa al sumo sacerdote Josué de pie ante el Señor, y a Satanás de pie a su derecha para resistirle. Las vestiduras inmundas, o el sacerdocio contaminado de Israel, son apartadas proféticamente, como lo será realmente, en el día futuro de su aceptación nacional, cuando la mitra hermosa sobre la cabeza del sacerdote, y el cambio de vestiduras en conexión con “El Renuevo,” permitirán a Dios quitar la iniquidad de aquella tierra en un solo día. Aquel que es el primero y el último ha asegurado igualmente este lugar perdido de bendición en Sí mismo, añadiéndole (cuando lo da a los vencedores de este día) la seguridad de su perpetuidad. “No borraré su nombre del libro de la vida [como la página borrada de la historia de Israel], sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de Sus ángeles”. Nuestra propia seguridad personal, y la permanencia de todo propósito, se encuentran igualmente en una compañía presente con Cristo, hasta que Él venga. No la tenemos en el despliegue exterior, en el cual ha de manifestarse, y por esta razón sostenemos toda bendición no meramente en Su título que la merece y tiene las llaves de la muerte y del Hades, sino en el deleite de Su propio amor. “Andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignos”. ¡Qué lugar y qué porción nos proporciona nuestra estadía en la tierra, el poco tiempo que estamos esperando Su clamor y nuestro arrebatamiento!
La promesa que se da a la iglesia de Filadelfia nos lleva al punto culminante de la historia de Israel en su conexión con el trono de Dios; y el centro terrenal, el foco de la luz de este mundo, la ciudad del gran rey. Estos vínculos que constituyen la teocracia, en la que vivían y de la que se jactaban, se rompieron todos, y Jehová “profanó su trono arrojándolo por tierra”. La visión de Ezequiel relata de la manera más conmovedora cómo la gloria (que era el testimonio del reconocimiento del Señor de Su pueblo) se alejó de su lugar, hasta que, como la paloma de Noé, al no encontrar descanso para la planta de su pie, llevó la triste historia de la desolación a Aquel de quien había salido. Esto también ha sido asegurado por “el Príncipe de los reyes de la tierra” para Sí mismo y para el gobierno de Dios, y hasta que llegue el día de la gloria milenaria lo entrega a los que ahora sufren con Él en comunión con Él mismo. “Al que venciere, yo le haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de él; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios; y escribiré sobre él mi nombre nuevo”. Esta es la promesa a Filadelfia, una garantía de que todo lo que había fracasado en la tierra y se había perdido, ahora ya no estaría comprometido con la responsabilidad humana, sino que se vería descender de Dios desde el cielo para permanecer para siempre. Los pilares materiales y un templo material son reemplazados; así como las piedras han sido puestas de lado en la casa espiritual por piedras vivas, y como Dios y el Cordero toman finalmente el lugar del templo y de la ciudad, pues lo que es perfecto ha llegado. Mientras tanto, el Hijo del hombre, en medio de los siete candeleros de oro, dice: “Escribiré sobre el que venza el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios.”
¡Qué nuevos vínculos de asociaciones vivientes con Él mismo, en el santuario y en la gloria, son éstos cuando Él nos pone así en conexión con la Nueva Jerusalén, la ciudad del Dios viviente, que ha de traer de nuevo la gloria de Dios! Pero además de este catálogo de bendiciones, el Señor añade: “y escribiré sobre él mi nombre nuevo”. ¿Cuál es éste? Porque muchos y diversos son Sus títulos y nombres de renombre. Los ángeles lo presentaron como Jesús-Emmanuel, las aguas del Jordán lo dieron a conocer como el Mesías o el Cristo, el ungido, la tentación en el desierto como el victorioso Hijo del hombre, la cruz como el Cordero de Dios por los pecadores inmolado, el sepulcro como destructor del que tenía el poder de la muerte, la resurrección como el Capitán de nuestra salvación, la ascensión a los cielos como el Gran Sumo Sacerdote y Abogado a la diestra de Dios, para que seamos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. La redención por Su sangre es el nuevo círculo en el que todo lo que aún gime ha de ser introducido; y la resurrección por Su poder, el nuevo soporte por el que toda bendición se mantiene para siempre: Además, todos Sus enemigos serán puestos por estrado de Sus pies. Todavía queda un nuevo nombre con el que Cristo será conocido manifiestamente cuando salga para poner a todas “las familias del cielo y de la tierra” en relación con Él mismo y con Dios. ¡Qué día será aquel en que Dios y el Cordero estén eternamente juntos, y den un nuevo carácter a toda la escena! Nuestro gozo presente está en la comunión con Cristo, en el poder de este nuevo nombre, mientras guardamos la palabra de Su paciencia hasta que Él venga.
Hay aún otra promesa a la Iglesia de los Laodicenses: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono”. La promesa y la profecía habían anunciado por igual a Jesús, el Mesías, como el legítimo heredero de la realeza del trono de David. “Será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre; y su reino no tendrá fin”. Con este título, y con estas pretensiones, se presentó a Israel cuando entró en Jerusalén montado sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna, “y todo el pueblo clamó: ¡Bendito el rey de Israel, que viene en nombre del Señor!” Pero rechazaron este don selectísimo del amor de Jehová, y pusieron sobre Su cabeza, cuando le crucificaron: “Este es Jesús, el rey de los judíos”. Por lo tanto, está sentado con Su Padre en Su trono, ¡desechado por el mundo! Sin embargo, este lugar de bendición, aunque perdido por parte de ellos, Él lo mantiene en Su propio título personal como “el que vive y estaba muerto, y he aquí que yo vivo por los siglos de los siglos”. El rey rechazado de Israel -rechazado por aquellos a quienes vino en gracia- es, sin embargo, Aquel que dice: “Así como yo vencí”; pues aunque la muerte y la tumba eran los límites del poder de Satanás, había un camino que el ojo del buitre no había visto, y la resurrección al trono del Padre lo declaró, más allá de toda controversia, como el vencedor. “Tened buen ánimo, yo he vencido al mundo”.
Es una comunión presente con Él mismo, de una manera que el mundo no conoce, en la que Él da la promesa: “Te concederé que te sientes conmigo en mi trono”; porque la Iglesia, por la fe a través del Espíritu, puede mirar hacia el futuro y distinguir entre el trono del Padre, donde el Rechazado esta sentado, y el trono del Hijo, en el que Él se sentará y reinará, y trazar el efecto que seguirá a este cambio de posición. ¡Cuán precioso es para nuestras almas descubrir que a través de toda la confusión en el camino de la bendición perdida o rechazada, desde el punto de partida en el Edén hasta el trono del Padre, el Señor Jesucristo ha sido el que glorifica a Dios y es el Salvador de los perdidos! Promesas y bendiciones que originalmente fueron puestas en manos de criaturas, ahora son hechas “sí y amén en Cristo”. Dones y llamamientos que estaban necesariamente en la responsabilidad de la criatura están esperando a ser abiertos para la gloria de Dios por nosotros. La criatura misma ya no depende de sus propias expectativas, sino que está sobre la nueva base de la redención. Otra vida ha sido traída al mundo por el Hijo de Dios encarnado, y, por Su muerte y resurrección, es comunicada a todos los que creen. “El que tiene al Hijo tiene la vida”. La hora que el cielo y la tierra esperan es aquella de la que Él dijo: “De aquella hora nadie sabe, ni los ángeles de Dios, sino sólo mi Padre”. Entonces dejará el trono del Padre para sentarse en Su propio trono. A partir de ese momento y por ese acto de arriba, todas las cosas de abajo cambiarán a sus respectivos lugares y correspondencias, ya sea arrebatadas para estar para siempre con el Señor; o por poder judicial ordenadas a salir-consignados al lago de fuego, donde el diablo y sus ángeles estarán después.
Hemos llegado al final de la historia de la bondad de Dios para con el hombre en la carne y, por lo tanto, de la bendición perdida. Es de una gracia indecible en nuestro Señor (que ha recuperado todo lo que estaba perdido tanto para Sí mismo como para Dios; y guarda todo en Sus propias manos para el día venidero de gloria universal) anticiparse a ese tiempo y dar, como hemos visto, todos estos despojos a los vencedores, durante el período de Su rechazo, en un disfrute conocido con Él mismo. A la luz de este amor, podemos aceptar estas promesas a las siete iglesias, y comer la grasa y beber lo dulce, y conocer el gozo del Señor para que sea nuestra fuerza, mientras que el mundo sigue su propio curso, sin prestar atención a la tormenta que se avecina. O podemos tomar la seguridad del Señor Jesús: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”. Cuán precioso es encontrar nuestras almas apartadas de la gloria del hombre por la comunión con Cristo; y como vencedores, a través de un caminar más estrecho con Él, encontrar estas diversas promesas en el secreto de la piedra blanca, “y en la piedra un nombre nuevo escrito, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe.” Nos volvemos independientes de todo lo que hay bajo los cielos, al estar así unidos conscientemente a Cristo, y en todo lo que desciende de Dios desde el cielo. Todas nuestras bendiciones, mientras esperamos al Señor, son bendiciones que descienden; porque “toda dádiva buena y perfecta desciende del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza ni sombra de variación”. No le debemos nada a la carne, ni al mundo, ni a Satanás, excepto mantener el hecho de que no se lo debemos. Por otra parte no somos nuestros, sino comprados por precio, y somos puestos por gracia en ese nuevo lugar de glorificar a Dios en nuestro cuerpo y espíritu, que son Suyos.
Los vencedores tienen poco tiempo para hacer mucho. “He aquí yo vengo pronto” es Su palabra de despedida a Filadelfia. “Retén lo que tienes, para que nadie tome tu corona”, es la palabra de aliento para nosotros hasta que Él venga.
B.
Traducido del inglés al español por: C.F
11-01-2023