Soportando la Tentación y Entrando en la Tentación

Soportando la Tentación y Entrando en la Tentación. 
Santiago 1:2, 12; Mat. 26:41

Existe, evidentemente, una gran diferencia entre “caer en tentación”, o “soportar la tentación” (Santiago 1:2, 12), por un lado, y “entrar en la tentación” (Mat. 26:41), por la otra. Hacemos bien por lo tanto en tener esto claro y resuelto en nuestros corazones; porque, una es una bendición, y la otra es de lo más peligroso posible para el alma. No hay nada más fortalecedor que “soportar la tentación”; nada más peligroso que “entrar en” esta. Parecen pequeñas diferencias entre las palabras, y la gente puede fácilmente pasar por alto la diferencia en su pensamiento. Pero la diferencia es completa; porque en un caso este es un honor que Dios pone sobre nosotros, y en la otra una trampa que Satanás nos presenta.

¿Cuál de estas dos cosas conocemos mejor? ¿Hasta qué punto nuestras almas que están alrededor de la mesa del Señor Jesús conocen que es caer en diversas tentaciones, o soportar la tentación? Porque somos bendecidos si nosotros lo hacemos. Caer en tentación, o soportar, es aquello en lo que Dios se deleita. En Génesis 12 encontramos que Abraham estaba en una condición en la que Dios podía probarlo; y Él ama que nosotros estemos en una tal condición en que pueda probarnos. Pero esto no es así cuando no somos gobernados por el sentido de la presencia de Dios, siendo felices en Él. Esto no es así donde la carne no es juzgada. ¿Hemos sido traídos a este punto en los caminos de Dios? Porque es esto lo que Él busca de cada santo para Sí. ¿Estamos, pues, en comunión con el Padre y con Su Hijo en nuestro Señor Jesús (1 Juan 1)? ¿No tenemos al mismo Salvador, y la misma salvación de Dios?

Sin embargo, en Cristo la salvación no es meramente un favor incomparable como el que Dios nos ha mostrado en las profundidades de nuestra necesidad, sino que también es indudablemente inseparable del trato con uno mismo en la presencia de Dios; tanto es así, que donde esto no se aprende al principio debe enseñarse más dolorosamente en el curso. Y entonces, ¡qué deshonra para Dios! ¡Qué dolor para Su Espíritu! Tal fracaso, para enseñarnos lo que somos, no es soportar la tentación, ni es en lo más mínimo lo mismo que Dios nos pruebe. En tal estado, el Señor tiene más bien que castigarnos por nuestras faltas, como a aquellos que llevan el nombre del Señor Jesús de una manera poco digna.

Cuán penoso es que quienes tienen en el Salvador tal salvación, basada en el juicio absoluto de la carne, la hayan usado tan poco para tratar con el yo, la más odiosa de todas las cosas para Dios; pues así no hay que vacilar en llamarla. Admito que hay mayor osadía y orgullo y sutileza en Satanás; pero me parece que para lo que es bajo y vil y mezquino, no hay nada tan malo como el yo; y sin embargo, esto es precisamente lo que cada uno de nosotros lleva consigo. La pregunta ahora es: ¿Hasta qué punto ha actuado la gracia en nuestras almas para llevarnos a juzgarla de principio a fin en la presencia de Dios? Cuando este es el caso, el Señor puede probarnos; es decir, puede ponernos a prueba por lo que no es en absoluto una cuestión de maldad de ningún tipo, porque Dios no tienta con el mal, como tampoco Él es tentado por las cosas malas.

Cuando Dios se complació en pedir a Abrahán que renunciara a su único hijo, no se trataba en modo alguno de un mal, sino de una prueba muy bendita. Se trataba de probar si Abrahám  tenía una confianza tan perfecta en Dios que renunciaría al objeto que le era más querido, en quien se centraban todas las promesas de Dios. Y por gracia Abraham pudo. Por supuesto que lo hizo con la perfecta certeza de que, si Isaac moría entonces, Dios lo resucitaría; porque Abrahán sabía perfectamente, antes de que se le pidiera el sacrificio, que Isaac iba a ser el hijo de la promesa; y sabía que iba a ser ese Isaac y nadie más -no otro hijo-, de modo que estaba seguro de que, si Isaac era ofrecido, Dios lo resucitaría de entre los muertos. Por tanto, era realmente el bien del propio corazón de Dios lo que se reflejaba en lo que pedía al corazón de Abraham; y Abraham entró en mayor comunión con Dios en aquello que era en su medida la contrapartida del don de Su propio Hijo.

Lo mismo sucede con las pruebas con las que Dios se complace en probarnos, hablando ahora no de nuestras pruebas malas, sino de las buenas; no de las penas por las que pasó Lot, sino de las de Abraham. Es una prueba de la mayor confianza por parte de Dios si hay en nosotros tal base de caminar ante Dios, y en la conciencia de Su presencia, que Él puede probarnos con algo que es como Él mismo -algún premio al que renunciar, algún sufrimiento que soportar en gracia- lo que sea que esté de acuerdo con Su propia mente. En este sentido se habla de la tentación en Santiago 1:2, 12.

Después de esto (Santiago 1:13-15) pasamos inmediatamente a la tentación, de la que se habla en un sentido malo, y esto se relaciona con el versículo que leí en Mateo 26. No me detendré mucho en ninguno de ellos, aunque ambos tienen el carácter más saludable para nuestras almas. El Señor había buscado a Sus discípulos para que velaran con Él. Ay! no los había encontrado. Y el Señor se había ido solo, y había orado a Su Padre en el más profundo sufrimiento. Entonces vuelve a los discípulos y, encontrándolos durmiendo, dice a Pedro: “¿Qué, no habéis podido velar conmigo una hora?”. No, no podían velar con Él ni una hora. El espíritu estaba dispuesto, pero la carne era débil.

Ahora bien, sería muy indigno que tomáramos esto como excusa para nuestro propio fracaso; esto sería leer las Escrituras en perjuicio positivo de nuestras almas y en deshonra de Dios; sin embargo, me temo que hay muchos que lo hacen. Pero debemos recordar que hay una diferencia entre nuestra situación actual y la de los discípulos. La carne no había sido completamente expuesta y juzgada en aquel tiempo; fue antes de la cruz de Cristo, y por lo tanto antes de que fuera dado el Espíritu Santo. Había vida divina, pero la vida divina, en sí misma, siempre es débil.

Es el Espíritu Santo que actúa en poder; y tú nunca puedes tener poder sin Él. Pero nosotros somos siempre responsables por el poder del Espíritu Santo, porque Él es dado a los creyentes, y para siempre permanece en él. Ese tiempo aún no había venido; pero el Señor les dice teniendo en vista esto, como también el estado en el que ellos entonces estaban, “Velad y orad, para que no entréis en tentación”. Porque recuerda esto, no es ningún poder conferido por el Espíritu de Dios lo que guarda, aunque Él sea el Espíritu de poder – no es la energía en esto o aquello lo que guarda, sino la dependencia; es el sentido de debilidad el que vela y ora, y así tiene el poder de Cristo descansando sobre nosotros. Su fuerza se perfecciona en la debilidad.

No hay nada que tienda tanto, cuando se separa de Cristo, a destruir la dependencia, como un amplio conocimiento de la palabra de Dios. Y ahí es donde radica nuestro peligro. Cuanto mayor sea nuestro conocimiento de la Palabra de Dios, cuando esté separado del sentido de debilidad absoluta y, por consiguiente, de la necesidad de velar y orar, mayor será el peligro. Esta es una solemne advertencia para nuestras almas. Sin duda hay mucho conocimiento de las Escrituras, y de lo que se llama inteligencia de la verdad; pero ¿mantienen nuestras almas este sentido de nuestra necesidad y debilidad, y la expresión de ello a Dios? “Velad y orad, para que no entréis en tentación”.

¿A que se refiere nuestro Señor con “entrar en tentación”? la voluntad que se dirige hacia una escena donde nada sino una voluntad juzgada en uno que se apoya en Dios y se apoya en Él puede ser guardado; es decir, la voluntad entra donde el fracaso es inevitable, justamente porque es la voluntad la que obra. Así lo demostró pronto el propio Pedro. Fue donde Pedro no podía estar, a menos que el Señor lo hubiera llamado y guardado por la fe. Entró en la tentación. No sufrió. No había tal cosa como soportar la tentación; pero entró en ella, y cayó.

Y permítanme decir que está muy bien confesar a nuestro Señor Jesucristo en medio de los santos de Dios; pero no es tan fácil confesarlo verdadera y humildemente cuando, en lugar de que los santos se compadezcan de nosotros, la consecuencia puede ser la vergüenza y el desprecio, o incluso la muerte, como en el caso de Pedro. Él habría soportado, si hubiera entrado por la gracia, la obediencia, la vigilancia y la oración, en lugar de confiar en su propia voluntad de ir a la cárcel o incluso de morir por Su Maestro. Cuando nuestro Señor dice: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”, está contemplando la naturaleza en el hombre; y la naturaleza es incapaz de semejante prueba. Nadie más que Dios puede sostener, y por lo tanto se requeriría la voluntad de Dios expresada en Su palabra para conducirnos correctamente a tal escena de tentación, y Su gracia sosteniéndonos en la fe para mantenernos en ella; de lo contrario sería sólo nuestra propia voluntad, y caeríamos.

Habría sido una abominación en Abraham sacrificar a su hijo, a menos que Dios hubiera pronunciado la palabra. Pero la fe, donde el yo es juzgado, fortalece el alma para soportar la tentación. Uno no entra en tentación donde uno permanece en dependencia y auto-juicio. Entonces, cuando caemos en diversas tentaciones, lo consideramos todo alegría; y como no entramos por nuestra propia voluntad, así no caemos en ellas, sino que por gracia las soportamos.

El Señor nos dé que velemos y oremos, tanto más cuanto que nos ha bendecido con tal conocimiento de Su palabra y de Sí mismo en el Señor Jesucristo.

W.K

 

Traducido por : C.F

Fecha: 16-03-2019

Corregido: 04-04-2023