Dios en Su Esencia y Sus Atributos
J.N. Darby.
Lo fundamental al hablar de los atributos, es inherente al propio término. No se trata del ser en su naturaleza esencial, aunque siempre se encuentre allí, sino de lo que se atribuye correctamente al ser como tal; y al hablar de Dios esto no carece de importancia; y la diferencia se encontrará muy simple. Los atributos son relativos; por tanto, no se puede hablar de Dios, quien es absoluto, como si fuera el atributo mismo. Es sólo un carácter que le pertenece a Él. Dios es algo en Sí mismo. Pero Él es también es algo en relación con otras cosas cuando éstas existen o se supone que existen. Los atributos pueden ser una consecuencia necesaria de lo que Él es, y supongo que en Dios siempre lo son, pero no son lo que Él es en Sí mismo.
Además, ningún atributo puede ser atribuido correctamente a Dios, que lo remueva a Él de Su lugar como Dios, en necesaria y absoluta supremacía. El Ser al que se lo atribuyo desaparece si lo hago. Dios no puede ser objeto de juicio, o ha perdido por completo Su lugar como Dios; sí, el que juzga se pone a sí mismo en Su lugar, y pone a Dios en sujeción a él. Evidentemente, ya no es Dios. Cicerón dice en el De Officiis: “Quasi material … subjecta est veritas”. Ahora bien, esto evidentemente no puede ser Dios, pues mi mente es aquí suprema, y Dios está sujeto a ella. Esto es a la vez el orgullo y la locura del hombre. Esto es lo que el racionalismo moderno (y supongo que la mente del hombre siempre ha actuado así) llama la supremacía de la conciencia, por la cual se juzga la revelación y todo lo demás. Pero si la conciencia, como acción y juicio mío, es suprema, no hay Dios en absoluto. Un Dios que no es solo supremo, no es Dios.
Entonces, ¿el hombre no piensa en Dios en absoluto? No es así. No puede juzgar por su mente, pero tiene el conocimiento del bien y del mal: la conciencia. Puede estar corrompida, pervertida, endurecida, pero distingue el bien y el mal. La Escritura nos muestra que obtuvo esto por la caída, y así como bajo el pecado. Sin embargo, hace intervenir a Dios, diciendo: “El hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal”. No se trata de una ley, de una regla externa, impuesta, sino de lo que es intrínseco (en el hombre). Dice: Esto es bueno, esto es malo; y concluye enseguida: Dios no puede aprobar una cosa mala, ni condenar una cosa buena. Un hombre puede, por pasiones, educación, hábito, tener una medida muy equivocada del bien y del mal; y los dioses-demonios pueden hacer que coloque el mal por el bien, y el bien por el mal; pero él hace la diferencia, y el sentido del bien o del mal en sí mismo le lleva a atribuir el bien a Dios, y no el mal. “¿Acaso el Juez de toda la tierra no hará lo que es justo?”
Pero este bien y este mal están relacionados con la obligación, y se miden por las relaciones. Le debo a un padre, a un marido, a mi vecino, lo que corresponde a esa relación: lo mismo con Dios. Es decir, el sentido no pervertido del bien y del mal pone a Dios en Su lugar, no lo juzga. No se trata de una idea formada, sino de una relación reconocida y, por tanto, de una sujeción. Así, Adán vivía en paz antes de la caída. La supremacía y la autoridad Divinas estaban ahí, y eran reconocidas, y luego, con el conocimiento, la relación fue transgredida.
Pero suponiendo este sentido del bien y del mal en el hombre, y que está conectado con las relaciones en las que nos encontramos, sostengo que Dios ama la justicia y odia la iniquidad, porque yo conozco intrínsecamente el bien y el mal, pero siendo el bien y el mal comprendidos en la relación, Dios es supremo para mi mente; ese es el primero de los derechos. Él es Dios, tanto como mi padre es mi padre, y yo me someto a Él como Dios. Digo que Él debe ser justo, porque eso es la expresión de actuar de acuerdo con lo que es correcto y bueno en las relaciones en las que Él ha colocado a otros, en la medida en que sea consistente con la supremacía y la justicia. Pero esto no es supremacía de la conciencia, como si yo fuera juez, y mi medida del bien y del mal, o mi discernimiento de ello perfecto; sino que concluyo desde el bien y el mal abstractamente a lo correcto en Dios, pero al mismo tiempo a la supremacía y la perfección como punto de partida. No hay que confundir la medida del bien y del mal con el sentido del mismo. Hablar de la supremacía de la conciencia, es suponer que su medida es perfecta y adecuada, no la obligación bajo ella. Cuando juzgo a Dios o a alguien, tomo una medida para juzgar, y puedo juzgar mal por el estado de mi propia mente. Eso no es conciencia. La conciencia con Dios reconoce la autoridad también sobre ella, y la autoridad suprema, o no se reconoce a Dios en absoluto, y eso es simplemente ateísmo. Lo que estos infieles modernos pretenden – es hacer de sus conciencias la medida del bien y del mal. Esto es falso y burdamente pretencioso, y destruye la naturaleza de Dios, y el derecho en cuanto a Él.
Pero ya hemos entrado en la discusión de las cualidades relativas en Dios. Esto es lo que supone otras cosas además del ser absoluto. Si Dios es justo, aunque lo sea, debe serlo con los demás; es relativo. Hay dos palabras aplicadas a Dios, que revelan Su naturaleza -Amor y Luz- y sólo estas dos. Afirman lo que Él es en naturaleza, no es algún atributo. El amor es bondad, pero en supremacía; porque, en su naturaleza abstracta, la bondad se identifica con la supremacía, ya que debe ser libre. En esto se diferencia del deseo, aunque sea un deseo santo.
El amor se utiliza, lo sé, en el lenguaje humano para el deseo, en el mejor y más amable sentido. Pero aunque la misma palabra se use en el sentido de un inferior a un superior, o incluso de un igual, esto está en conexión con un motivo – es movido.
Pero el amor, como la bondad misma, es bendita en sí misma y libre en sus actos, a menos que la necesidad o la miseria lo impulsen; pero no tiene un motivo que lo caracterice por su objeto. Esto ocurre siempre en el deseo, incluso cuando no es en ninguna manera malo, pero tiene el carácter de afección. Los deseos ordinarios, forman entonces el carácter: el dinero, el poder, el placer, dan su carácter al hombre que los busca; pero aunque se use el amor en cuanto a ellos, es evidentemente en un sentido inferior, y, donde hay deseos, el objeto deseado gobierna entonces sobre nosotros. Donde el amor existe en una relación divinamente formada, es, o puede ser un afecto justo. Digo “puede ser”, porque puede caer en un mero deseo y ser idolatría, y la relación falsificada. Pero cuando se ejerce correctamente, salvo que el hombre en ciertos aspectos represente a Dios, mira hacia arriba y caracteriza a la persona en el afecto. Es conyugal, filial, y similares. Un esposo y un padre en ciertos aspectos representan a Dios en esas relaciones, y hasta ahí participa de lo que Él es. Pero en la relación más estrecha en la que no es esto, tiene el carácter del que hablo: “Tu deseo será para tu marido, y él gobernará sobre ti”.
Pero Dios es suficiente en Sí mismo, y la bondad le hace a Él infinitamente feliz en Sí mismo. Pues la bondad es feliz si no tiene objeto, aunque es feliz en la bondad cuando se ejerce hacia uno. De ahí que sea libre, porque es suficiente en sí misma. Por eso, aunque en ciertas relaciones el hombre sea imagen de Dios, como no puede bastarse a sí mismo, y ser así libre y soberano, no se dice que sea amor, aunque camine en él. Es, como en cualquier estado de derecho, sujeto y receptor. La naturaleza divina está en el Cristiano, y él ama; sin embargo, ¡”amamos porque”!
Pero nosotros somos luz en el Señor. La pureza de la naturaleza que pertenece esencialmente a Dios se hace nuestra en el nuevo hombre; en la medida en que actúa en nosotros, manifiesta todo lo que nos rodea en su verdadero carácter. Cristo fue amor en el mundo, y la luz del mundo. Él es la medida de ambos para nosotros. Es una cosa bendita que los dos nombres esenciales de Dios sean la expresión del nuevo hombre en nosotros; solo que, como hemos visto, no se dice que seamos amor. Pero lo que es la naturaleza de Dios nos caracteriza, y nos hace disfrutar de Él, y actuar de acuerdo con ese carácter aquí por medio de la gracia.
Estos, como he dicho, no son atributos. Los atributos son ideas que atribuimos a Dios en relación con lo que está fuera de Él mismo, aunque pertenecen necesariamente a Él como Dios. Él es omnipotente, omnisciente, supremo; incluso justo, santo; éstos, aunque más conectados con Su naturaleza, son términos relativos. Debo pensar en los tratos de Dios y en las demandas para llamarlo a Él justo. Él hace un juicio de algo siendo Él justo, solo que afirma que siempre juzga bien. Para llamarlo santo, debo pensar en el mal que Él rechaza. De ahí que no se le llame justicia y santidad, sino justo y santo. Lo que Él dice es la verdad, pero Él no es verdad. La verdad es lo que se afirma correctamente de otra cosa. Pero Dios no es afirmado de otra cosa. Podemos decir que Cristo es la Verdad, porque dice exactamente lo que es todo: lo que es Dios, el hombre perfecto, y por contraste lo que es el hombre malo, lo que es el mundo, quién es su príncipe. A través de Él todo se muestra exactamente en su verdadero carácter. Por lo tanto, decimos que Dios en Sí mismo es absolutamente Amor y Luz, la última expresando la pureza perfecta (invisible en sí misma), y manifestando todo como es ante Dios, y mostrando el camino ante nosotros: y Dios es justo, santo, omnisciente, omnipotente, supremo, y similares, todos los cuales son términos relativos, los primeros atributos morales, los segundos naturales.
La justicia es la perfección en, o la consistencia con, la relación en la que se encuentra cualquier persona, conociéndose el mal y el bien. Santidad, el aspecto del corazón, que la pureza intrínseca de la naturaleza muestra hacia otras cosas, de acuerdo a su carácter. Podemos hablar de las cosas como santas cuando están enteramente apartadas para Dios, y separadas de todo uso profano; pero propiamente se aplica a las personas que expresan su aborrecimiento del mal y su deleite en lo que es puro y bueno. Dios es santo en Sí mismo, aborreciendo el mal y deleitándose en lo que responde a Su naturaleza perfecta. La criatura sólo puede ser santa como separada hacia Dios en lo que Él es en Su perfección, porque tal naturaleza no puede tener otro objeto verdadero y perfecto sino Él, y tal objeto da su carácter a una naturaleza en una criatura, y la santidad es la expresión de una naturaleza, no la obligación de una relación. Somos santos en la medida en que todo movimiento de pensamiento responde a la impresión y al carácter de Dios, teniéndolo a Él como objeto. Cualquier cosa que se tome en sí misma, aparte de Él, es necesariamente independencia y pecado. Por lo tanto, Dios es dejado de lado. No tenemos ningún objeto que haga al corazón justo excepto Él. Aunque no podemos dejar de lado a Dios como el autor de las relaciones en las que nos encontramos y como el que da autoridad a las mismas; sin embargo, cuando nos colocamos en ciertas relaciones, la justicia tiene un alcance algo más amplio, aunque como norma Dios debe ser introducido. Pero siempre que existe una relación que pertenece a Dios, es injusto no actuar de acuerdo con ella: no ser fiel a la obligación en esta.
Ahora bien, Dios, como justo, mantiene judicialmente toda obligación que cualquier relación nos impone. Pero primero y sobre todo, la relación con Él mismo según Su supremacía y naturaleza moral; ésta es la base y permanencia de cualquier otra. Sólo el Cristianismo ha dado una segunda y más perfecta medida de esto. Reconoce lo que se debe al hombre según la medida del hombre, sus obligaciones en el lugar en que se encuentra respecto a Dios y al prójimo. De esto, la ley es la medida perfecta, Dios haciendo provisión por la ignorancia de la medida.
Pero además de esto, Dios Mismo ha sido perfectamente glorificado por el bendito Señor. Todo lo que Él es, donde el pecado dio ocasión a la plena revelación de todo lo que Él es, ha sido glorificado en Cristo, y se ha formado un nuevo terreno de relación de acuerdo con lo que Él es, basado en lo que Cristo ha realizado. Por lo tanto, el hombre está en la gloria de Dios, y la justicia de Dios se muestra en ella.
El juicio se basa en las obligaciones reales fundamentadas en la relación en la que el hombre se encuentra. La aceptación va mucho más allá, y es según el valor de la obra del Señor; somos hechos justicia de Dios en Él. Pero Dios en justicia mantiene todas las relaciones en las que el hombre se encuentra de acuerdo a Su voluntad.
Es bueno también distinguir entre la justicia de Dios en gobierno, y el carácter inmutable de Dios, de acuerdo a lo cual debemos permanecer delante de Él, si estamos en Su presencia revelada. Su requerimiento revelado de justicia constituye, con una larga paciencia ejercida de Su parte, a través de la bondad, la base de Su justo gobierno, que nunca será revelado plenamente hasta que Cristo venga; parcialmente desplegado en Israel, donde era necesario para mantener el recuerdo de ello en todas partes; y de una manera señalada en el diluvio que cerró el viejo mundo.
Pero estar ante Dios plenamente revelado, no supone nuestras obligaciones para con Él en el gobierno ejercido para mantener Su autoridad, y el sentido natural, o la regla revelada del bien o del mal, sino la aptitud para Su propia presencia. Esto está en Cristo solamente. Esto se revela plenamente sólo en el Cristianismo, y la ira del cielo en relación con esto; Rom. 1:1-20.
Cuando hablo de lo que es santo, no se trata de la autoridad judicial, como en el caso de la justicia, sino de lo que la pureza de la naturaleza aborrece y rechaza, o se deleita en ella. Justicia y santidad son los atributos que se asocian a la naturaleza moral de Dios y a Su autoridad suprema.
Pero hay algo en Dios, cuyo sentido es difícil de perder en el hombre, aunque este sin Dios en el mundo. Esto ha convertido el sentido de un ser por encima de sí mismo, perfecto en conocimiento y poder, un Ser Supremo, en lo que es fruto de la imaginación o del temor servil: la Mitología y Fetichismo. Los poderes visibles de la naturaleza fueron deificados, porque faltaba un Dios para el corazón. Las leyendas de la antigüedad se convirtieron en mitos de los dioses. El terror hablaba de un poder vengativo, y un mundo de retribución se cernía sobre una conciencia insatisfecha. El hombre deifico a los planetas, porque se movían sin él: tendría lujurias poéticas en la superficial y autosatisfecha Grecia; una sobriedad más calculada en Egipto, un sur soleado de dioses, e inmensidad nórdica de gigantes, y tormentas, y montañas en Escandinavia; o buscaba resolver el misterio del bien y del mal en Ahriman y Ahurmazdha en Arva, o se deleitaba en monstruosos ensueños en la India. La crueldad y la poesía podían dividir el mundo bajo el nombre de dioses, pero detrás de todo había en todas partes el “Testimonium animae naturaliter christianae” de Tertuliano, un “Dios desconocido”, un Brahm, el origen de todas las cosas, una fuente o poder primordial.
En el fetichismo – degradado en un temor hacia algún poder desconocido y terrible, que los sacerdotes utilizaban para sus propios fines; en las religiones más cultivadas, mantenido como el conocimiento misterioso secreto perteneciente a ellos, o a los iniciados solamente, mientras que el vulgo se entretenía con los materiales más convenientes de la mitología popular, los dioses y diosas de la naturaleza y la imaginación; sin embargo, aun así, aunque de manera inconsistente, los revestían con poderes y atributos que, de ser ciertos, sólo podrían pertenecer a un Dios supremo. Y esto era tan cierto, que cada mitología local tenía este doble carácter, y eso, incluso para ciudades particulares.
En la India, en las sectas de Vaishnavas y Saivas, y un Dios supremo por encima de los demás, la idea de Dios, y los atributos de supremacía, omnisciencia y omnipotencia, corrían a través de todos, aunque fueran confusos e inconsistentes. Estos atributos se simbolizaban también, como en los toros alados, los leones y los hombres de Asiria, símbolos reconocidos en las Escrituras, con la inmensa diferencia de que en los símbolos paganos, salvo en la vaga idea de la divinidad, no se pensaba en Dios más allá de los atributos o símbolos.
En el judaísmo, éstos no formaban más que el trono de un Dios conocido que se sentaba por encima de ellos; la expresión más clara, por un lado, de la mente del hombre perdiéndose sin Dios en un conocimiento que no podía retener o cargar, y por otro, de la claridad de la revelación que daba a conocer a un único Dios verdadero.* La supremacía, la omnisciencia, la omnipotencia, se adhieren necesariamente a nuestra idea de un Dios único en el momento en que el pensamiento adquiere una forma definida, y los atributos implicados en ellos no se pierden en las asociaciones mitológicas.
{*Ver el principio de Ezequiel: Dios estaba sentado sobre estas figuras. La extrema perversidad, y debo añadir, la superficialidad de la mente del hombre y la infidelidad se muestran en la “Ciencia de la Religión” de Max Muller, y en obras similares, autorizando y promoviendo la mitología, porque tenía el pensamiento de Dios detrás de todo, como si fuera la expresión de aquello; mientras que fue el desvío grosero de la mente del hombre, cuando la tenía, para degradar la idea de Dios cuando se había alejado de Él; y eso en conexión con la más baja profanación y crueldad, de modo que Dios en Su verdadera naturaleza y conciencia se perdieron por igual -moralmente desaparecida- aunque ninguna de las dos pudo ser destruida. }
En el paganismo, donde estas actividades se atribuyen a energías subordinadas, el único Dios original era una mera divinidad abstracta e inerte, una existencia abstracta.
En la India, la única existencia, que a veces brotaba en la actividad del pensamiento y el deseo, todo lo cual se convertía en creación, incluyendo a los dioses, y era Maia, o Ilusión, y volvía a ser la divinidad abstracta, cuando la actividad ocasional de Brahm cesaba.
El materialismo moderno no hace más que sustituir las actividades poéticas por actividades científicas de la naturaleza, y vale más o menos lo mismo, pues al fin y al cabo hay que buscar una causa. El fósforo puede impulsar la actividad en el cerebro, no el pensamiento moral; pero ¿qué impulsa la actividad en el fósforo, o le da este carácter mental? En efecto, dondequiera que encuentro una diferencia regular en un organismo semejante, encuentro un creador de diferencias. Los tubérculos de una planta, que convierten los elementos del mismo suelo en un geranio o en un roble, me obligan a la convicción de diseño y mente.
No conecto la omnipresencia y la eternidad como atributos de Dios, no porque no puedan, en un sentido ordinario, decirse así; y la propia Escritura habla así prácticamente, y siempre habla prácticamente, porque es verdadera; sino porque en nuestras mentes están conectadas con el tiempo y el espacio, que no se aplican a Dios. No hay tiempo en el que Dios no esté; no hay lugar en el que Su ojo y Su mano, para usar el lenguaje humano, no estén. “YO SOY” es la expresión adecuada de Su existencia. Mientras el tiempo transcurre, “Yo soy” permanece inmutable, y cuando el tiempo ha pasado, “YO SOY” sigue siendo el mismo. Difícilmente puede ser llamado un atributo. Entendido esto, podemos hablar de eternidad como un atributo natural de Dios.
En cuanto a la omnipresencia, Dios no tiene más que ver con el espacio que con el tiempo. Él ha creado todas las cosas de manera comprensible para nosotros. En esta creación nada escapa de Él. Él es, moralmente hablando, omnipresente. Él no es de, o está en ella, sino que la impregna. ¡Ésta “a través de todo”! Él sostiene todo, ya que Él crea todo. Moralmente no está involucrado en ningún motivo (excepto al obrar en el hombre en gracia), pero ni siquiera un gorrión cae a la tierra sin Él.
La omnipotencia está involucrada en esto, el poder para hacer todo lo que es Su voluntad hacer. La omnisciencia también está involucrada en esto. Si Dios no conociera todas las cosas, no podría saber qué hacer correctamente, ni juzgar moralmente. La Supremacía está implicada en nuestra misma idea de Dios como uno y activo en poder. Estas son inherentes a nuestra idea de Dios, y (una vez eliminadas las adiciones paganas de lo que son confesadamente imaginaciones) no pueden separarse de la idea de Dios. Lo que hay que tener muy en cuenta es que hay una voluntad en Dios. Ningún ser moral puede prescindir de ella; una voluntad guiada por la justicia y santidad, y a la que la omnipotencia y la omnisciencia están subordinadas, pero que es la fuente y el origen de todo lo que existe fuera de Él mismo, no de su estado, ya que los seres morales tienen una voluntad, sino de su existencia.
Él es un Creador. No digo que la simple existencia pueda ser demostrada como un asunto de creación mediante deducción lógica. Pero la existencia simple es una abstracción. El hombre ve árboles, planetas que se mueven; en una palabra, evidencia de diseño, y eso, que tantas veces se ha argumentado, implica un diseñador. El conocimiento distintivo de un Creador es una cuestión de fe. Sin embargo, si el hombre supone la existencia abstracta de la materia sin una causa, viola los primeros principios del pensamiento necesario. Él está acostumbrado a ver al hombre formar muchas cosas a partir de una materia comparativamente sin forma, por lo que tiene una idea de esta última. Pero si se pone a pensar por qué existe algo, no puede evitar el pensamiento de una causa. ¿Por qué, lo implica? y yo puedo decir ¿Por qué? y es mi naturaleza decir ¿Por qué? Estoy constituido de tal manera que busco una causa. Puede que no pueda definir causa,* ni pueda concebir la creación; pero no puedo concebir, por otra parte, una cosa que exista sin ella. Mi mente puede estar inerte, y hasta cierto punto aceptar lo que existe tal como lo encuentro; pero tan pronto como está en actividad, busca por qué una cosa existe. Lo mismo demuestra que no puedo conocer una primera causa, sino sólo que debe haber una. No puedo concebir una cosa existiendo sin una causa, por lo tanto digo que debe haber una. Pero una primera causa significa lo que existe sin una. Es decir, no puedo concebirlo. Por lo tanto, tampoco puedo concebir la creación, aunque sé que debe haber un Creador. Es simplemente decir, soy una criatura, y debo pensar en el orden de mi ser.
{*Una causa, entiendo, es poder producido a partir de una voluntad obrando en algún lugar. Digo “en algún lugar”, como dicen los estudiantes, hay una “causa causata” y una “causa causans”.}
La bondad o el amor, la omnisciencia y la omnipotencia, implican sí mismos una sabiduría perfecta; sin embargo, todo esto supone un Dios, con una voluntad libre de existir, antes de que se le pueda asignar cualquier atributo. Si no es libre de actuar, la omnisciencia y la omnipotencia son simplemente nulas.
Una clase de filósofos -incapaces como somos, en la naturaleza de las cosas como criaturas, de concebir una creación (pues la criatura debe pensar en su propio orden, es decir, el orden de la criatura; no puede tener una idea de la creación ni crear – el poder no está en él), juzga “Ex nihilo nihil fit “* Para él es cierto; pero es sólo la gran falacia, común a la filosofía, de tomar nuestra capacidad de pensamiento y acción como la medida de lo que puede ser, lo cual es simplemente absurdo. Es nuestra medida en cuanto al poder, ya sea de pensamiento o de acción; debemos pensar o actuar según nuestra naturaleza, y no podemos pensar más en cuanto a la formación de ideas. Pero es totalmente falso si niega la conciencia de lo que está por encima de nosotros y es aplicable a nosotros de manera receptiva. Podemos ser influenciados mental y físicamente por lo que no tiene poder en nosotros. El poder activo o la capacidad para ello no es la medida de la receptividad.
{*De la nada, nada se hace.}
Además, puedo tener conciencia de manera negativa de la necesidad de una cosa de la que no puedo formarme una idea, porque está más allá de mi orden de ser. Así, naturalmente, atribuyo un efecto a una causa, a un poder que lo produce. Veo que una cosa llega a ser, comienza a existir, tal como está ante mí; inmediatamente la atribuyo a alguna causa. Estoy tan formado como para suponer un ¿por qué? No puede ser sin una causa. No es una idea formada de cuál es la causa, sino la convicción de que debe haber una. Se me aparece como un efecto, y el efecto contiene la idea de una causa en ello. De ahí que crea en la creación. No es que forme una idea de ello, sino que negativamente no puede ser de otra manera.
Ya he dicho que la naturaleza de la prueba demuestra que no puedo formarme una idea de la cosa probada en sí misma. Pero se ve claramente el poder eterno y la deidad. Y aquí nótese que el poder creador implica el poder eterno, pues todo comienza por la creación, y toda la creación comienza. Pero lo que las criaturas deben ser, es decir, existir absolutamente sin un principio. “Yo soy”, por lo tanto, o la existencia absoluta, es la única revelación justa de Dios como tal.
Así tenemos, pues, un Dios personal: “Yo soy”, supremo, absolutamente libre, omnisciente, omnipotente, sabio, el Creador. Estos son, por así decirlo, atributos naturales; los morales son justos, santos, buenos; conocidos por el hombre no por las ideas o el pensamiento, lo cual es imposible, pues entonces la mente del hombre sería al menos igual a Dios, es decir, no sería Dios en absoluto; sino por la conciencia, o el conocimiento del bien y del mal, las pruebas en la creación que nos rodea del poder creador y de la sabiduría, y a pesar de la innegable y total degradación del hombre, en la corrupción y la violencia, y de las monstruosas deidades en las que se había fundido, la idea de Dios, el sentido permanente de la unidad, la supremacía, la divinidad absoluta, se encuentra en todas partes.
Si Júpiter es amamantado por una cabra en Creta, la idea de supremacía permanece. Si Krishna vive con las ordeñadoras, con el tiempo es una encarnación de Vishnu, y Vishnu es Brahm, el resto Maia o Ilusión. Los dioses son mortales; Dios no lo es. Puede ser Bathos, o Silencio, o tan desconocido como quieras, cuando la débil mente del hombre intenta tener una idea formada; pero antes de que actúe, detrás de los dioses de la imaginación o de las lujurias o de los miedos, no sólo hay una deidad, sino un Dios. El Manitú de la india, el ser eterno antes de Ahurmazdha, era activo para el bien, o Ahriman, para estropear su obra.
Y obsérva aquí, que donde las ideas fluyen de una relación en la que existimos, que pertenece a nuestra naturaleza en su constitución original, puede ser por el pensamiento y la imaginación, la educación, el hábito en las cosas religiosas, el sacerdocio, ser pervertida, falsificada, degradada (y la mente con ella), o refutadas desde la insuficiencia de la mente para dominarla como una idea; pero las raíces de ella están en la naturaleza. Para que sea falsificada, debe haber algo que falsificar. “Naturam expellas furca, tamen usque recurret”. Por lo tanto, por muy propensa que sea la mente humana a dar rienda suelta a su imaginación, a detenerse ante Dios, a quien teme, y a tener dioses e ídolos que puede manejar según sus propias lujurias y pensamientos, sin embargo, cuando se pone de manifiesto la verdad de la relación, el alma la reconoce.
La unidad, supremacía, omnisciencia, omnipotencia, de Dios, y nuestra responsabilidad hacia Él, son reconocidas, cuando la revelación divina las ha puesto de manifiesto, como la única verdad, por todos. No quiero decir con esto que la mente del hombre no pueda o no busque refutarla, y no tener ningún Dios, porque no le gusta uno, no le gusta la responsabilidad, y le gusta ser supremo – al menos no tener a nadie por encima de él. Pero esto es un esfuerzo, y un esfuerzo cuyos efectos nunca duran con las masas; es decir, con el hombre según la naturaleza – un esfuerzo, también, siempre conectado con la opresión o la violencia y el despilfarro, como en la caída del Imperio Romano y en la Revolución Francesa. La moral debe desaparecer; porque no puede haber moral sin responsabilidad, y la responsabilidad sin Dios es imposible. Porque, ¿ante quién soy responsable si no hay nadie por encima de mí? La responsabilidad se refiere a la relación, y toda relación, incluso la humana, se basa en la relación con Él. Sin Él actúa la voluntad propia; cada uno tendrá la suya, y el hombre se convierte en una mezcla del demonio y la bestia, o es mantenido por el poder porque debe serlo, o peor; mientras que el poder, en consecuencia, cultivará la superstición, debido a su dominio sobre las mentes de los hombres. Y, en efecto, donde la fe o la revelación no dan una verdadera esfera fuera del yo, el hombre no puede descansar en el yo, y hará uno falso. De ahí, bajo el poder de Satanás, las religiones del mundo.
La revelación, al dar a conocer al verdadero Dios, satisface, no el conocimiento, sino las necesidades de la mente humana. Es el testigo de su propia verdad, porque satisface y aclara aquellas fuentes en el alma que eran la adaptación subjetiva a la relación en la que estaba en la verdad con Dios; y la revelación objetiva los satisface perfectamente, se ajusta a ellas, y hasta cierto punto Dios es conocido*.
{*Por lo tanto, donde existe la revelación, Dios es poseído donde no hay verdadera conversión. De ahí la superioridad moral del Protestantismo (que posee la verdadera revelación, y la utiliza personalmente) frente al Papismo, que ha establecido un sistema mitológico de santos, etc., y ha establecido un sacerdocio, que siempre es, y debe ser, si no se conoce a Dios directa e inmediatamente. En el protestantismo, la conciencia tiene que hablar directamente con Dios tal como ha sido revelado; en el romanismo no, el sacerdote es un director.
Si tomamos la Escritura, encontramos allí que los atributos de Dios, el único y verdadero Dios, brillan, y en cada página, con un brillo inmaculado. Él es uno, supremo, el Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas; conoce todas las cosas. Si vamos al cielo, Él está allí; al hades, Él está allí (Jer. 23:24); puede hacer todas las cosas. Su ojo y presencia están en todas partes; es el Dios eterno; es justo y santo; Su bondad está sobre todas Sus obras. Los anhelos del corazón del hombre se encuentran con la más clara y plena revelación de Dios. Me refiero al Antiguo Testamento, porque allí Dios, como tal, el único Dios verdadero, se revela plena y especialmente en contraste con los ídolos y las imaginaciones del hombre. Es una revelación especial y directa, con la ley de Su boca, aunque las promesas y las profecías la acompañan.
El Nuevo lo confirma plenamente, no hace falta que lo diga; pero hay una revelación mucho más completa en el hecho del Padre enviando al Hijo para el cumplimiento de Sus caminos en gracia, y esto lo caracteriza. Él no da una revelación, Él es revelado. Por lo tanto, aunque por supuesto los atributos siguen siendo verdaderos, no son los atributos los que lo caracterizan, sino lo que Él es: luz y amor; la justicia y la santidad necesariamente entran en ello, pero son Su propia naturaleza. No son los requisitos del hombre para Él, lo cual altera completamente el carácter de los mismos tal y como se revelan. En el Antiguo podríamos decir: “El Señor justo ama la justicia”. “¿No hará justicia el Juez de toda la tierra?” Ahora, Él -Cristo- es nuestra justicia; somos hechos justicia de Dios en Él. Es en el Nuevo Testamento donde encontramos a Dios revelado en Cristo como luz y amor, y nosotros, “luz en el Señor”, y partícipes de la naturaleza divina, tenemos que caminar en la luz, y conocer, mediante la redención que hay en Cristo, ese amor perfecto que echa fuera el temor.
Esto va más allá de los atributos, como hemos dicho, aunque los confirma, es en cierto sentido la fuente de ellos, y nos hace conocerlos a todos, y les da a cada uno su propio y completo lugar.
Traducido del inglés al español por C.F: 12/20/2021
Revisado por C.Fernández:11/03/2024