LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE PODÍA VOLAR

LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE

PODÍA VOLAR

 

 

 

 

 

 

REIMPRESO DE

“Talkings in the Twilight”

“Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y pensamientos a través de Cristo Jesús”.

(Fil. 4: 6, 7.)

 

PRESENT TRUTH PUBLISHERS

825 HARMONY ROAD • JACKSON NJ 08527 • USA

www.presenttruthpublishers.com

Hecho e impreso en USA 2010

 

Ahora esta es la historia que me gusta, y creo que cuando la leas, te darás cuenta de que es maravillosa.

No voy a hablarles de un gran Príncipe, o un Rey, o un hombre muy erudito; no los llevaré dentro de palacios espléndidos, o a las mansiones de los ricos o a los estudios de los filósofos; la Biblia me muestra que muy pocos de estos pueden “volar”. “No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles”. (1Cor. 1:27).

El hombre cuya historia les voy a contar, era muy pobre; él vivió en una cabaña, y trabajaba para ganarse el pan de cada día. “¿No ha escogido Dios a los pobres del mundo, ricos en fe, y herederos del reino qué Él ha prometido a aquellos que le aman? (Santiago 2:5). ¿Quiere decir que solo las personas pobres pueden ser salvadas? ¡Oh, no! Significa que en el momento en que una persona nace de nuevo, todo lo que tiene, pertenece a Dios; y si una persona rica se convierte, se convierte de inmediato sólo en un administrador de todo lo que tiene; así que es pobre de inmediato, veras, porque solo guarda el dinero para otro. Lo guarda todo para Su Padre Celestial, y ni siquiera puede dar su dinero sin mirar que sea de acuerdo a la voluntad de Su Maestro en el cielo.

Es una cosa muy solemne tener dinero para Cristo; y el dinero del hombre pertenece a Dios, tanto como el del rico. Así verás que no hay ni ricos ni pobres a los ojos de Dios en medio de los Cristianos. Solo que Él considera oportuno confiar a algunas personas responsabilidades mucho mayores que a otras; pero Él pedirá a cada uno de sus hijos, dentro de un tiempo, cómo ha gastado su dinero. Aquellos a quienes Él ha dado poco dinero aquí, tendrán que dar cuenta de un poco, y generalmente son los que son ricos en fe. ¿Por qué es esto? Porque ellos a menudo tienen que buscar en Cristo el pan de cada día, y todo lo que necesitan para su cuerpo. Así prueban una y otra vez, ¡que amante, y tierno Pastor es Jesús! Prueban Su corazón, y así aprenden a confiar en Él. Solo a medida que conocemos más a Cristo, y de Su ternura, aumenta nuestra fe. Cuanto más probamos Su amor, más confiamos en Él. Es de hecho una vergüenza para todos nosotros que confiemos tan poco en Él.

 

Ahora no conozco si tus padres son ricos o pobres en este mundo; pero estoy seguro que si ellos son pobres, y tu estas teniendo “Charlas en el Crepúsculo” al lado del fuego de una cabaña, disfrutaras mucho “la historia del hombre que podía volar”. Sabrán lo que es tener la despensa vacía a veces, y sabrán lo que es oír hablar de amigos y vecinos que van al asilo; tal vez a veces el miedo cruza su propia mente de tener que ir allí también.

 

Ahora les voy a contar la historia de un hombre que ascendió por el sendero brillante, y entro por la puerta perlada, justo sobre el tejado del asilo, y ¡si esto no es maravilloso, no sé qué lo es! La única cosa de la que no estoy seguro en este sentido es el nombre del hombre Cristiano, pero creo que fue Richard, así lo llamaré Richard Bond. Fue educado para ser jardinero, pero no sé dónde nació, o cuán temprano en su vida confió su alma a Cristo; sólo sé que sus primeros días fueron a menudo duros y llenos de pruebas. Mi historia se abre en dias difíciles, cuando el trabajo era escaso, y Richard Bond tuvo que aprender muchas lecciones difíciles de fe y paciencia. Si sólo podemos confiar en nuestro Dios, cuando las cosas están bien con nosotros, nuestra confianza se basa en nuestras circunstancias, y no sobre una Persona viva arriba; entonces cuando las circunstancias cambian, nuestro fundamento desaparece, y gritamos aterrorizados que nos hundiremos. Jesús agarró de la mano a Pedro que se hundía, para enseñarle a confiar en una Persona, y no en lo que estaba debajo de sus pies. Pero, me temo, que todos tenemos que aprender esta lección una y otra vez.

Cuando llegaron los problemas, Richard Bond comenzó a aprender tanto el poder y el amor de Uno a quien él había confiado su alma. Él tenía una esposa, y una numerosa familia que mantener, y como los amaba mucho, le resultaba más difícil dejarlos al cuidado del Señor que a sí mismo. Primero aprendemos a confiar en el Señor con nosotros mismos, y luego con quienes amamos. Es más fácil creer que “Él está haciendo todas las cosas bien” cuando nos aflige, que cuando lo vemos tratar con nuestros seres queridos. ¿Por qué es esto? Porque no tenemos una confianza completa en Su corazón.

 

A menudo y con frecuencia Richard Bond dividía parte de la escasa comida entre su esposa e hijos, y decía, “Tomaré mi Biblia para cenar”.  Así se alimentó de las promesas que nunca se han roto, y aprendió a tomar todas sus preocupaciones, y dejarlas en Uno que cuidaba de él. Así fue como poco a poco aprendió a “volar”, mientras Dios estaba siempre listo, como la gran águila que vigila a su cría, para atraparlo cuando sus alas se debilitaran, y llevarlo a su nido en la Roca. Así aprendió a “volar” sobre las dificultades que le rodeaban. Y así, a través de todas aquellas horas de prueba y pobreza, fue probando día a día, el corazón de su Señor. Los que le conocían, veían que tenía algo fuera de este mundo de lo que depender.

Pero vino un cambio en su suerte. Él fue a Londres, y un caballero que tenía un almacén lo tomó a su servicio como guardia nocturno. El nombre del edificio era el Pantechnicon, y debió ser cuando se utilizó por primera vez como un almacén que Richard Bond fue contratado para vigilar su valioso contenido durante la noche.

¿Te gustaría saber que se guardaba allí? Se lo diré. Cuando los ricos se van de su casa, para viajar, o cuando se cambian de casa y no están seguros de dónde quieren vivir, envían sus muebles, sus cuadros, su vajilla, y otras cosas valiosas a un  almacén, donde se guardan; y como valen mucho dinero, la persona propietaria del almacén, tiene que tener mucho cuidado de que ni los ladrones ni el fuego lleguen a ellos. Para ello, habían dos guardias vigilando, uno estaba dentro del edificio y el otro fuera, para que pudieran ayudarse uno al otro en caso de necesidad. Era un puesto de gran confianza, porque mientras otros dormían, ellos debían permanecer despiertos, y vigilar. No fue mucho después que Richard Bond murió que el Pantechnicon fue incendiado hasta los cimientos, y todo fue destruido; vi el escabroso resplandor en el cielo, y supe que había un gran incendio en Londres, y al día siguiente nos enteramos de lo ocurrido.

Noche tras noche, cuando otros hombres volvían a sus hogares, Richard Bond salía a vigilar en solitario. Sin embargo, no estaba solo, porque siempre había Uno con él para quien “la noche brilla con el día”. Cuando todos los otros hombres se habían ido, y las puertas estaban cerradas con llave, comenzaba su guardia. Tenía un lindo cuarto pequeño, con un fuego y lámpara, y allí solía sentarse y leer. No podía dormirse por un momento, y no oír el ruido de algún ladrón que irrumpiera en el lugar. Haberse dormido, habría sido traicionar su confianza, porque su maestro dijo, “Velad” y en el Libro que leía durante aquellas, largas, y quietas horas, encontró escrito un mensaje especial de Dios para los siervos. “Obedeced en todas las cosas a vuestros maestros según la carne, no como sirviendo a la vista como complacientes, sino con sencillez de corazón, temiendo a Dios” (Col. 3:22). Así, aunque ningún ojo salvo Dios podía mirarlo, era suficiente para mantenerlo bien despierto, y vigilar. Nuestro Maestro quien está en los cielos nos llama a “vigilar” y ha puesto a Sus hijos en esta oscura noche del mundo para “Vigilar, no sea que viniendo repentinamente, Él los encuentre durmiendo”.

 ¿Estás siempre pendiente de Él, o te has dormido, y dices: “Haré lo que quiera por un tiempo, porque mi Señor retrasa su venida”? si estás durmiendo, estás atrapado, y su venida vendrá sobre ti de repente, y serás avergonzado delante de Él. ¡Cómo habría agachado la cabeza Richard Bond, si su amo hubiera entrado tranquilamente una noche y lo hubiera encontrado profundamente dormido! Cuando arrepentido y avergonzado se habría sentido; pues tenía un amo bueno y bondadoso, que lo trataba muy bien; habría parecido que no se preocupaba por los intereses de su bondadoso maestro. Tal vez te sorprenderás que no tenía temor de sentarse todas las noches por sí mismo; pero ¡Oh! Quién puede decir qué encuentros tuvieron allí él y su Señor; y como hacía resonar el edificio con los alegres cantos de alabanza que brotaban del corazón y de los labios, a medida que aprendía más y más de su Señor y Maestro.   

“Ah!” dirás, “era fácil para él confiar; tenía un buen trabajo, un buen sueldo, una esposa trabajadora, y un hogar feliz. ¿Qué tenía que temer? Sí, pero si hubiera descansado para ser feliz en estas cosas, habría sido construir su casa sobre la arena, y grande habría sido la caída de la misma; pero tal como fue, cuando los ríos descendieron, y los vientos soplaron, el fundamento permaneció firme; porque su nido estaba en la Roca, que no podía ser movida.

 

Día tras día, cuando iba y volvía de su trabajo, pasaba por el alto muro que rodeaba el asilo. El mundo ha establecido el asilo como un refugio para los indigentes, y muchas y muchas personas respetables y trabajadoras tienen que encontrar refugio bajo su sombrío techo; pero a menudo hay gente mala y perversa allí, así es que no me sorprende el horror que algunos sienten al pensar en ir allí. Para un Cristiano especialmente, la prueba sería intensa, porque podría tener que vivir con personas cuyas conversaciones podrían dejarlos en shock, y cuyas maneras le afligirían diariamente; por lo tanto ir a un asilo, fue en un tiempo el gran temor en el corazón de Richard Bond. Pero cuando él aprendió cuán amante y cuán poderoso es el Señor Jesús, fue capaz de depositar esta “preocupación” en Él, y en el momento de la historia que su historia que ahora les estoy contando, pasaba por delante de ese sombrío muro, diciendo, “¡Ah! Confió en el Señor que nunca llegaré a eso”. ¿No era eso depender de algo fuera de este mundo?  No era en la salud, o fuerza, ni en el descanso, ni en su buen amo, sino en su Señor vivo. Y verás, que cuando todo esto le falló, el Señor no le falló. “Cuando mi carne y mi corazón flaquean, Dios es la fuerza de mi corazón, y mi porción para siempre. (Salmo 73:26)

 

He dicho que depender solo de Dios, y no de estas cosas aquí, es como volar, así vez como Richard Bond estaba “volando” y ahora veremos cómo acabó todo, y si, cuando él era anciano y tenía la cabeza gris, Dios lo dejó caer en el lugar que temía. Pero antes tengo que darles otras pinceladas de su vida.

Los buenos salarios no pueden alejar la enfermedad, ni el dinero puede comprar la vida, incluso por un día; y la enfermedad llegó ahora a su casa. Él y su esposa tenían varios niños, pero había una de las pequeñas, a la que quizás querían con más cariño que a todas las demás; era una cosita pegajosa y cariñosa, y sus maneras ganadoras habían hecho que sus afectos la rodearan estrechamente. Pero esta pequeña enfermó, y el doctor les dijo que la niña moriría. Oh, ¿Cómo se iba a sobrellevar el dolor?

 

 ¿Has tenido alguna vez un hermano o una hermana muy, muy enfermo? Es triste ver sufrir a un bebe así ¿verdad? Pero nadie siente tanto la tristeza como la madre y el padre del pequeño—su impotencia es tan grande; y cuando lo ven mirar hacia ellos y lo oyen gemir y llorar, y saben que no pueden ayudarlo, sus corazones son rápidamente quebrantados. 

Cuando le dijeron a la Sra. Bond que su hija no se recuperaría, se olvidó de todo menos de su miseria, y se paseó por la habitación retorciéndose las manos y llorando amargamente. Era una mujer Cristiana, pero no había aprendido a confiar en Dios como lo había hecho su esposo, y tenía miedo que Él tomara a su pequeña. ¿Te digo porque? Algunas personas que conocían muy poco la palabra de Dios, y por tanto muy poco el amor de Dios, le habían dicho que algunos de los bebés más pequeños irían al infierno. Esto la llenó de temor, porque pensó que su pobre hijita podría ir al tormento eterno, a causa de la mala naturaleza que había tomado de sus padres.

No me extraña que llorara, y que se volviera casi loca de dolor. Era un pensamiento terrible. Había estado escuchando lo que los hombres dicen de nuestro Dios, en lugar de buscar en la Biblia por sí misma para ver lo que Él dice de Sí mismo. Habría visto allí, que Jesús tomo a los pequeños en Sus brazos, y dijo, “De los tales es el reino de los cielos”; y que Él se reveló en Cristo para morir por el pecado de Adán, para que ninguno de los hijos de Adán tuviera que perecer porque su padre había pecado. Cada uno de los que van al infierno irá por sus propios pecados; no porque nació en maldad, sino porque siguió pecando cuando Jesús le ofreció un perdón completo, y poder para resistir al diablo. Ahora bien, los niños pequeños son muy jóvenes para conocer esto; y así, como Jesús murió por el pecado de Adán, que está en ellos, van al cielo a través de Su muerte, aunque no saben nada de Él.

No creo que pueda explicarles esto muy claramente, porque incluso muy pocos Cristianos entienden realmente la diferencia entre el pecado y los pecados; pero Dios se los mostrará, si se lo piden. Él bebe nació con pecado, pero era demasiado jóvenes para haber sido travieso a propósito, por lo que, habiendo soportado Jesús el castigo por el pecado, él bebe debe ir al cielo; pero si ha sido lo suficientemente mayor como para haber sido travieso a propósito, tendría que haber acudido a Dios mismo para que lo perdonara.

 Richard Bond intentó consolar a su pobre esposa, pero ella apenas le escuchaba, la imagen de su bebe hundiéndose en el infierno estaba en su mente, y no se dejaba consolar. Era una escena espantosa, y los vecinos acudieron a mirar y ayudar si podían. Pero nadie en la tierra pudo prestar ayuda.

La niña moribunda yacía con fuertes convulsiones, con los brazos y piernas agarrotadas, los labios rígidos y los ojos entornados y fijos. No se podía hacer nada. El pobre padre, en medio de toda la confusión y bullicio que le rodeaba, estaba tranquilo y callado; estaba bastante triste, pero aun podía confiar su hijo a su Señor. Lo que más le afligía era el salvaje dolor de su esposa; temía que perdiera la razón. Él dijo que esperaba que el hijo pudiera dar algún signo de alegría cuando él muriera, para que la madre pudiera ser consolada, pero el doctor, y todos los demás, dijeron que esto era virtualmente imposible, la convulsión se había fijado para siempre en los labios, ojos y extremidades. 

 “¡Imposible! Es una palabra que solo pertenece al hombre, “con Dios todas las cosas son posibles”. El pobre padre lo sabía, y se apartó de toda ayuda terrenal, y pidió a su Dios que le permitiera tener esta alegría. Recordó un texto que decía, “El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos, sino que en todo, con oración y ruego, y con acción de gracias, presentemos nuestras peticiones a Dios; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y pensamientos en Cristo Jesús. (Fil. 4). Hizo conocido su requerimiento a Dios, y entonces le dijo a su esposa que él “estaba muy seguro”  de que verían alguna señal de una partida alegre.

Una vez más, verás que, Richard Bond estaba “volando”. Y ahora, quieta y calmadamente, se sentó para esperar que el hijo expirara. Su corazón se retorcía de dolor, pero sabía que su Padre celestial hacía bien todas las cosas, y tenía la gracia de decir: “Hágase tu voluntad”. Y así se sentó y observó mientras los hombres susurraban a su alrededor, “Imposible” él podía decir: “bastante seguro”, y la “paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento guardará su corazón y mente”.

 Ahora, queridos pequeños, ¿qué piensan de todo esto? “¿Estás diciendo, Que fe tan maravillosa tenía ese hombre?” La gente es muy aficionada a llamar a la fe “maravillosa”, pero yo no creo que haya ninguna fe maravillosa, –¡hay una maravillosa falta de fe, si se quiere! Porque cuando llegas a pensar que una Persona tan poderosa como el Señor Jesús te ama, y se compromete a que “todas las cosas” obran juntamente para nuestro bien; ¿no es extraordinario que, porque no siempre puedas entender Su caminos, estés dispuesto a dudar de Él?

Pero es así con todos nosotros. Y cuando alguien confía en Él, y obtiene respuesta a sus oraciones, todos clamamos, “¡Qué  maravilla!” Extrañas deben sonar estas palabras en el corazón de Él, cuyo corazón anhela nuestra confianza.

Es algo solemne sentarse junto al lecho de muerte. Nuestra vida algunas veces puede ser como un sueño tormentoso, pero la muerte es real. El amor más tierno no puede impedir la muerte, el hombre más fuerte es impotente como un bebé en presencia de la muerte. Sólo hubo Uno que descendió y luchó contra el tirano, y “la muerte al morir murió”. A aquel le costó la vida sacar el aguijón de la muerte, pues el “aguijón de la muerte es el pecado”. Es decir el de Adán que heredamos; así que no hubo aguijón de muerte para él bebe.  

Pasó el tiempo, y el padre seguía sentado esperando ver el espíritu pasar a la presencia del Salvador. El severo agarre de la convulsión no se relajó ni un momento, pero oyó que la respiración cambiaba, y conoció que el fin estaba cerca. ¿Ella se había ido? No, porque cuando el último suspiro se desvaneció, los bonitos labios se relajaron en una radiante sonrisa, los pequeños brazos se alzaron en amorosa bienvenida a algún Amigo que esperaba, y los ojos semicerrados se abrieron y se fijaron en alguna Persona cercana, que los esforzados ojos del padre no vieron. No era para él que ella sonreía aquella última sonrisa de alegría; no era para él que ella extendía aquellos brazos de bebe, para que la tomara; no era su presencia la que inundaba su dulce rostro con una alegría indecible; no era nada de eso para él; nunca más iba a ser para él, y sin embargo todo era para él.

 Su amado Señor le permitió ver a su bebe plegar su hogar, y ¿Qué más podía desear o pedir? Le permitió ver su alegría cuando saltó a los brazos de Aquel que había dicho: “Dejad que los pequeños vengan a Mi”. Seguramente fue un “gozo inefable” en aquel corazón del padre en medio de su dolor, pues la despedida y el encuentro habían sido uno. Su hija estaba con Aquel a quien su corazón amaba más. Seguramente salió de aquella escena con más fuerza que nunca. “Con Dios todas las cosas son posibles” y el Dios de poder lo amaba.

  Años y años después, cuando él fue con Su Señor, su viuda habló con ojos llorosos de aquella triste, pero feliz, escena de despedida. Si alguno de ustedes fuera llamado a morir esta noche, ¿cree que vería al Señor Jesús viniendo por usted, como esta pequeña niña? Todos han sido desobedientes, y deben obtener el perdón de sus pecados; pero sólo una Persona puede perdonarlos; ¿has ido por el perdón? Nadie que acuda a Él sale sin él. Así que si realmente has ido a Él y has reconocido tus pecados, sé que lo tienes.

Fue Dios quien puso tus pecados en la cabeza de Jesús en el calvario; así que ves que te ha perdonado gratuitamente, porque el castigo ha terminado. Si Dios dice que está satisfecho con ello, no necesito hacer nada; tú solo debes decir “Gracias, Señor Jesús”, y descansar en paz.

Con qué calma, con qué tranquilidad, con qué paz tú, que has creído en el Señor Jesucristo, puedes recostar tu cabeza en tu pequeña almohada esta noche. Ningún temor, ni una nube; Dios dice que no tiene nada en tu contra; eres blanco como la nieve; no, él dice “Más blanco que la nieve”. ¡Chico feliz! ¡Niña feliz! Hay muchos grandes príncipes y muchas damas ricas que gimen bajo la carga de sus pecados, porque no quieren creer que Dios está satisfecho por lo que Cristo ha hecho,  y así descansar en la satisfacción de Dios. Ciertamente si el Acreedor está satisfecho, el deudor no necesita quejarse.  

 

Pero debo continuar con mi historia; y deseo que veas todo esto, cuán grande es el amor del Señor Jesús. El siempre tendrá mucho cuidado de ti y de mí, como lo tuvo con Richard Bond. Pasaron los años y Richard Bond envejeció; su paso no era tan ágil y firme como antes, y su cabello era delgado y gris. Seguía trabajando para el mismo señor, y noche tras noche velaba por los tesoros almacenados en el Pantechnicon. Por la noche y la mañana pasaba junto al alto muro de la casa de trabajo, y esperaba que su Señor viviente lo alimentara y lo vistiera hasta el final de su viaje. Seguía volando por el camino brillante, y éste “brillaba cada vez más hasta el día perfecto”.  

Pero ustedes dirán, “¿había ahorrado algo de dinero para el tiempo de la vejez? ¡No, ni un céntimo! Con una familia tan numerosa como la suya, y con la enfermedad y la muerte de visitantes frecuentes, apenas había podido pagar su vida; no había ahorrado nada, y, sin embargo, podía decir con confianza al pasar por la puerta del asilo: “Nunca llegaré a eso”.

Muchos hijos de Dios, enfermos y sufrientes, habían compartido su escaso patrimonio. Él era como el pájaro que “canta entre las ramas”, no había reunido en el almacén o en el granero, pero siempre había abierto su corazón y su mano a los necesitados y a los pobres, y respondía a los temores de su esposa por el futuro, con las palabras confiadas: “Esposa nunca nos faltará”. ¿Cree usted que se equivocó al dar en lugar de ahorrar? Yo creo que no. Podría haber sido muy errado haber gastado su dinero en deleites propios y vanidades, pero al ayudar a los necesitados, estaba “prestando al Señor” y guardando tesoros “donde la polilla y el orín no corrompen, ni los padrones irrumpen y roban”.

Y muchos y muchos de los que almacenaban sus costosos tesoros bajo la mirada del fiel vigilante sabían mucho más del miedo y cuidado. Y profunda ansiedad, que él. Ni la polilla, ni el ladrón, ni el fuego, podían tocar su casa del tesoro del príncipe, y teniendo comida y vestimenta para su viaje a su casa del palacio, estaba contento de no almacenar ningún tesoro en el desierto.

Es bueno que la gente mundana ahorre, porque su amo no hace promesas para la vejez, y si las hiciera, no las cumpliría. A menudo soborna en la trampa con oro, para que sus corazones se llenen de placeres terrenales, y la red se extienda finalmente sobre ellos; pero se deleita en la angustia de la mente y del cuerpo, y el único salario que ha pagado es la MUERTE (Rom.6).

Richard Bond está ahora gozando de su tesoro: y lo disfrutará por siempre; el Pantechnicon y sus tesoros hace tiempo que han perecido en llamas. Así perecerá el mundo, y todas las obras que hay en él.

 

Pero aunque no tenía dinero guardado y las fuerzas le flaqueaban, el vigilante nocturno era un hombre feliz. “Ahí está el viejo Bond, de nuevo”, decían los que le conocían, cuando oían sus alegres cantos de alabanza resonar en el edificio y elevarse hacia Dios a través de la oscuridad de la noche.

“¡Otra vez!” Sí, siempre estaba en ello; ¿Cómo podía dejar de alabar a tal Salvador como el Señor quien había muerto por él, y ahora vivía para él? Se acercaba el tiempo en que pasaría por la puerta del cielo y lo vería cara a cara, y por supuesto estaba lleno de alegría; podía decir, “El Señor ordenará su amorosa bondad en el día, y en la noche su canción estará conmigo, y mi oración al Dios de mi vida” (Salmo 42:8).

 Sus dos hijos mayores habían crecido hasta convertirse en jóvenes buenos y altos; y su madre, quien los amaba tiernamente, había ganado suficiente dinero cuidando a los enfermos, para que fueran aprendices de oficios; eran hombres firmes, laboriosos e inteligentes; y la cariñosa madre, mientras miraba sus formas varoniles, y marcar su profundo apego a ella, comenzó a construir sus esperanzas sobre ellos.

“Ahora”, pensaba ella, “cuando su padre falte, como pronto sucederá, nuestros nobles muchachos se presentarán y nos devolverán todos los cuidados y el amor que les hemos prodigado”.

¡Ah!  Pobres madres, no os apoyéis en los juncos de la tierra. “La voz dijo: Clama, y él dijo, ¿Qué he de clamar? Toda la carne es hierba, y toda su bondad es como la flor del campo; la hierba se seca, la flor se marchita; pero la palabra de nuestro Dios permanecerá para siempre” (Is. 40:8).

Ambos jóvenes habían escuchado la voz de advertencia del Señor, y ambos habían comenzado el brillante camino con sus rostros hacia Cristo. ¡Oh! ¡Que gozo debe haber sido para el padre y la madre haber visto a sus dos niños volverse de sus locuras aquí para seguir a Cristo! ¿Has dado ya este gozo a tu querido padre y a tu madre?

 Sin embargo, no era seguro descansar sobre ellos para el futuro, como mi triste historia mostrará. Cuando el segundo, que se llamaba Harry, terminó su aprendizaje, el comercio era tan malo que no podía conseguir empleo; y en lugar de ser una carga sobre sus ancianos padres, que aún tenían varios hijos que mantener, solicitó un puesto vacante como guardia en una cárcel cercana a ellos. No era un trabajo muy agradable, pero no podía soportar estar ocioso. El puesto le fue otorgado de inmediato, ya que su carácter era bueno, pero cuando encontró que solo podía tener un domingo de cada tres fuera de servicio, lamentó tener que ver a su madre sólo una vez en tres semanas. Cuando se lo contó, ella empezó a contar las fechas con los dedos para ver si su querido hijo estaría en el hogar un día particular. Era entonces Noviembre, y el día concreto de aquel año caía domingo. Que alegría la suya al descubrir que ese domingo le tocaría salir de su trabajo; y empezó a alegrarse de la idea.

“¡Ah! Madre”, dijo el hombre joven sonriendo, “tú puedes ver más lejos que yo”. Fue su gentil manera de recordarle que “no sabemos lo que el día puede traer”.

 Así que se fue a su puesto, el pobre, bien fuerte; pero solo pasaron unas semanas antes de que se contagiara con una espantosa dolencia de uno de los prisioneros. Era erisipela en la cabeza. Cómo empeoró rápidamente, fue trasladado a su casa, y su amable madre lo cuidó día y noche, con la esperanza de que su hijo le fuera salvado por ella. Sin embargo, hora tras hora empeoraba más y más. Los pobres ancianos hicieron todo lo que pudieron, y más de una lágrima rodo por sus mejillas, y más de una oración subió a Dios, para que, si fuera su voluntad, sanará a su mejor y más noble hijo. Pero no era Su voluntad. “Morir es ganancia”, y Él quería que su hijo estuviera con Él en la gloria; fue mejor para él morir; y por eso Dios no podía responder a sus oraciones; se lo estaba llevando del “mal venidero”.

Cuando podemos realmente confiar en Jesús, la amargura del dolor desaparece, porque conocemos que Él está haciendo las mejores cosas tanto para nosotros, como para aquellos que amamos. “es el Señor, que haga lo que bien le parezca”, es suficiente para el alma confiada. Pero la pobre madre estaba en un problema terrible, porque ella perdió de vista esto, y parecía como si el Señor fuera duro al llevarse a su hijo.

   

¿No piensas que si tú mueres tu madre podría llorar mucho? Estoy seguro que lo haría. No hay un amor en la tierra tan tierno como el de una madre y aun el Señor dice que Su amor es mucho más que eso. ¿Recuerdas cuán tierno fue cuando se encontró con el funeral que salía de Naín? Él no culpó a la pobre madre de su dolor, ¿verdad? ¡Que gozo debe haber sido a Su bondadoso corazón que conociera que Él podía devolverle a su querido hijo nuevamente! Hubiese querido ver Su mirada cuando Él los vio abrazados; ¿y tú? No tuvo muchas alegrías aquí abajo, este  tierno y amoroso Señor nuestro. Su camino fue duro, y Sus penas eran profundas, pero le gustaba enjugar las lágrimas, aunque no había ninguna mano que refrescará su frente ensangrentada, nadie estuvo a Su lado en Su hora de agonía y vergüenza. Y este es el Único que sigue a los extraviados ahora, y dice a las almas muertas todavía: “¡Joven, levántate!”.

Al final Harry Bond estaba tan mal que el doctor le dijo que no podía hacer nada más por él, que iba a morir. Entonces su madre le dijo que buscaría otro doctor, un médico, para que viniera a ver a su hijo, pues esperaba que pudiera solucionar la dolencia. Muy pronto todo su dinero se fue y ella conoció que el médico debía tener una guinea entera en el acto. Cuando reunió todos los centavos que pudo encontrar, tuvo lo justo para pagar sus honorarios, así que lo mandó a llamar. Llegó en su carruaje y subió las escaleras con el médico, y después de ver al médico bajó de nuevo, y le dijo a la pobre madre que su hijo se pondría bien. No quiso decir la verdad por el dolor de ella, pero no era una verdadera bondad suscitar esperanzas que no tenían fundamento. A la mañana siguiente, el espíritu del joven pasó de esta tierra, a su hogar arriba.

Fue una pena para el pobre padre, cuando llegó a casa después de su guardia nocturna, para encontrar que su hijo ya no estaba en la tierra. Aquel al que podía considerar como la estancia y el consuelo de su vejez, se había ido antes que él a la presencia del Salvador. Y, sin embargo, pudo alegrarse mientras lloraba, pues sabía que para su hijo “la muerte era una ganancia”.

Y ahora había un nuevo problema; un problema en el que no había pensado, mientras duró el ajetreo de cuidar al niño enfermo; no había dinero; nadie tenía dinero; y no había pan, y los niños pronto llegarían hambrientos y listos para su cena, para encontrar que no había nada para ellos. ¿Cree usted que esta era una prueba ligera para la pobre madre? No, era una muy dura, especialmente cuando ella recordaba lo inútilmente que se había gastado aquella última y preciosa guinea. Estaba agotada por las cambiantes esperanzas y temores,  y cansada por los cuidados, y casi con el corazón roto por haber perdido a su hijo favorito, y ahora este nuevo problema le parecía demasiado para soportarlo.

“¡No tengo pan”; ella reclamó a su esposo, “y tampoco tengo dinero para comprarlo!”

“Bueno, bueno” dijo el anciano, con tristeza, “debemos confiar”.

“¡Es fácil para ti”, gritó ella, tan enfadada como triste; “es fácil para ti hablar de confianza, cuando no tienes que buscar pan para los niños!”

“¡El Señor nunca nos ha olvidado, esposa”, dijo su marido gentilmente, “y no lo hará ahora!”

“¿Pero qué voy a hacer para conseguir pan para los niños?”

“Confía, esposa, confía”, él contestó.

Ya ves, Richard Bond estaba por encima de la dificultad, él estaba “volando” sobre ella, como tantas veces lo había hecho antes. Recordó que su Señor había dicho “Invócame en el día de angustia; Yo te libraré, y tú me glorificarás” (Sal. 1:15).

 “Es inútil hablar de confianza”, insistió su esposa llorando, “nadie llama nunca para visitarnos aquí; ¿de dónde va a venir? Pero Su marido estaba en el aire, y la vacilación de su propio vuelo, y todas sus vistas aterrorizadas en torno a la falta de recursos terrenales no podían derribarlo. Había probado a si Señor muchas veces, y no iba a dudar de Su tierno corazón en esta hora de angustia. Solo repitió firmemente, “Confía, esposa, confía”.

¿Piensas que ahora el Señor los iba a dejar hambrientos y sin dinero? No, Él no lo hizo. Pero ¿Cómo les ayudaría? Él tenía mucho pueblo en este país, y había muchos de ellos en Londres entonces; algunos de ellos eran muy ricos, y pronto podrían haber ayudado en esta prueba, pero no sabían de ellos, y muchos de ellos estaban tan ocupados con los cuidados o los placeres de esta vida, que Él nunca podía hacerles oír cuando quería enviarlos a  un recado para Él.

 Les he dicho que Su voz es suave y baja, como el susurro de un viento suave; no se hace oír cuando la gente está en el bullicio; solo habla así a los que escuchan y siempre los mantiene ocupados para Él, de una forma u otra. Algunos Cristianos dicen que no piensan que hacer para Cristo. Otros se apresuran y hacen muchas cosas que Él nunca les ha encomendado y que no quiere que se hagan; y toda esta ociosidad y confusión es por la falta de escuchar. “Espera en el Señor”. Él mismo los pondrá a trabajar, y dará el trabajo para el que están capacitados, para el que de hecho nos la capacitado. El no acudió a personas ricas, o grandes casas, en busca de mensajeros para los Bonds, en esta hora de necesidad. Quería a un siervo que fuera de inmediato, pues se acercaba la hora de la cena. 

Ahora debo llevarte al lugar donde vivía el mensajero de la alta Corte del Cielo viven. ¿No crees que era un gran palacio, con lacayos y carruajes y caballos? No, era un sótano. Él vivía en un sótano con su esposa e hijos, y era muy, muy pobre, tan pobre como podía ser. No era más que un pobre y viejo zapatero, y su trabajo estaba tan mal pagado que tenía que sentarse a coser todo el día, desde el amanecer hasta la noche, para hacer lo suficiente para que su familia no pasara necesidad. Nunca supo lo que era salir a la luz del día, excepto los domingos, cuando dejaba de lado su trabajo, y se iba a oír hablar del Salvador a quien amaba. No podía permitirse el lujo de perder la luz del día los días de semana; iba a buscar su trabajo y lo devolvía al anochecer.

“¿De qué servía entonces” tú dirás, “si nunca salía de día”? Porque, ¡él era el hombre! Aquel día, mientras estaba inclinado sobre su trabajo, cerca de la alta ventana de su casa en el sótano, su hijo pequeño entró corriendo desde la escuela y gritó:” ¡Padre, Harry Bond ha muerto!

No pudo detener su trabajo, incluso por tales nuevas como esa, pero su corazón se entristeció, porque conocía y amaba a la familia, y mientras sus ocupados dedos trabajaban con sus herramientas, su clamor se elevaba a Dios para que fueran sostenidos y consolados en esta hora de su dolor.

Ocupado, ocupado, siguió con su trabajo, mientras su oración se elevaba fuera de su humilde casa del sótano, a la presencia de Dios cuya ayuda buscaba. ¿Por qué fue que, de repente, dejó de lado su trabajo, enderezó sus rígidos miembros y se levantó para tomar su abrigo y su sombrero de la percha en la que estaban colgados? Había recibido un mensaje de su Señor para ir él mismo a consolar a sus afligidos amigos.

 “¿A dónde vas?” dijo su esposa, mientras se ponía su abrigo y sombrero.

“Harry Bond se ha ido a casa”, dijo él; “y voy a decir unas palabras de consuelo a los ancianos”.

“¿Por qué no sigues con tu trabajo mientras hay luz?”, dijo la mujer “y vas por la tarde”.

 “No, voy de inmediato” respondió el marido, y subió los estrechos escalones y salió por la puerta de la calle, al aire libre y a la luz del día.

“Pero de qué sirvió que fuera”, dirás, “no tenía un centavo para darles”. Muy cierto. No tenía un centavo para dar, pero él fue enviado, y esto fue suficiente para él. Era un mensajero de la alta Corte del Cielo que iba, por orden de su Señor, a visitar la casa del luto. Nadie sabía, al pasar por delante de aquel anciano, con sus ropas gastadas y sus piernas torcidas, que era el mensajero del Rey. Si un jinete se hubiera lanzado por la estrecha calle, con un gran uniforme, con las espuelas tinteneantes y las riendas sueltas, todo el mundo se habría detenido para mirar y asombrarse, pero este mensajero del Rey pasó sin ser visto. Pero el Señor teína sus ojos puestos en su siervo voluntario, y mientras este avanzaba obedientemente, el Señor sabía que había un caballero, lleno de la preocupación y el bullicio de los negocios de este mundo, que se apresuraba a bajar por un camino transversal para encontrarse con él. Este caballero conocía tanto al zapatero como a los Bonds, y justo en el punto en que las dos calles se cruzaban, los dos hombres se encontraron. Sorprendido de ver al zapatero a la luz del día, el hombre de negocios se detuvo un momento para expresar su asombro.

“¡Hola!” él clamó, ¿“qué estás haciendo a estas horas del día”? “El anciano Bond ha perdido a su hijo, señor”, respondió el hombre, “y voy a hablarle una palabra de consuelo”.

“¿perdió a su hijo? Lo siento dijo el caballero”, “Las pobres almas estarán necesitando ayuda. Toma, llévales esto”, y mientras se apresuraba a seguir adelante, deslizó cinco chelines en la mano del anciano.

Mientras tanto, la pobre señora Bond había seguido preocupada por su triste situación. “Sin dinero, sin pan y sin ningún lugar de donde pudiera salir el dinero, hasta que los salarios vuelvan a vencer”. Estaba muy triste y con el corazón encogido. Las olas del dolor eran muy profundas, y no veía que el Señor estaba con ella en la tormenta. Apenas había pronunciado la última frase desesperada a su marido: “Para ti es fácil hablar de confianza, pero ¿de dónde va a salir el dinero?, cuando dos fuertes golpes en la puerta de la calle los sobresaltaron a ambos; y con un humor nada amable fue a abrir diciendo, mientras lo hacía: “¿Quién será, me pregunto, que viene justo a esta hora?”

 ¿Quién de hecho? Era nada menos que el mensajero del Rey, pero cuando hemos estado buscando ayuda de Dios, a menudo no detectamos de inmediato a su mensajero en la respuesta que nos envía. ¿Qué podía hacer aquel pobre zapatero por ella en aquel momento? Entró en el pequeño pasillo, le cogió la mano desgastada, y mientras miraba su cara manchada de lágrimas, dijo: “Así que el Señor se ha llevado a otra de sus propias joyas para estar con Él”. Antes de que ella pudiera responderle, él se había ido, y en su mano había cinco chelines. Si el dinero hubiera caído de las nubes a sus pies, se habría sorprendido más. Una y otra vez miró las monedas para asegurarse de que no era un sueño, y que la ayuda había llegado realmente, tan repentina e inesperadamente.

 “Te lo dije, esposa”, dijo su esposo, mientras ella extendía su mano hacia él, con el dinero, “Confía en Él, confía en Él”.

“Pero no puedo tocarlo”, ella exclamó, recuperando de pronto el habla; “¡ellos no pueden permitirse esto!”

“¡Nunca temas, esposa! Dijo Richard Bond; “no los extrañará”

“¡No los echará de menos! Dijo ella; “es imposible que pueda prescindir de él”. Su mujer lo necesitará; ¿debería devolverlo?”

“El Señor lo ha enviado para ti”; dijo su marido, “el hombre nunca lo echará de menos, y su mujer nunca lo querrá. Úsalo, ha sido enviado para ti; ten por seguro que nunca lo querrán”.

 Y así ella lo usó, y hubo comida para los hambrientos niños en aquella casa de dolor; pero no supo sino hasta meses después como le había llegado aquella oportuna ayuda en su hora de necesidad, y que el zapatero y su mujer nunca se habían desprendido del dinero. La dependencia no ve dificultades; todo es suave y uniforme a los ojos de la fe. Ni la falta de dinero, ni la posesión de dinero, turbo al “hombre que podía volar”. Él dependía de su Señor, no de las circunstancias, y no estaba equivocado.

 Y en ese día particular en el que la madre había esperado tener a su hijo en el hogar con ella, la blanca nieve caía suavemente sobre su tumba recién hecha. Con dolor pensó en el pasado, y las palabras de despedida que le dirigió aquella mañana de noviembre resonaron en sus oídos: “¡Ah! Madre, tú puedes ver más lejos que yo”.

 Pequeñas personas, aquí no hay nada en lo que apoyarse; no hay nada seguro y firme. ¿En que se basan tus esperanzas, en las cosas que pasarán aquí, o en Cristo? Piense en aquella silla vacía en ese día en particular, y no cuentes con nada aquí, pues no podemos saber lo que un día puede traer. ¡Ah! Aquel joven feliz no dejo para su hora de muerte el confiar en Cristo, estaba listo cuando llegó la llamada, y entró a ver al Rey.

¿Y amas a Jesús? ¿Y eres Su hijo? ¿Y quieres servirle a Él mientras estás en este mundo, que siempre sirve al Usurpador?

Entonces recuerda al pobre zapatero, y como él, que no tenía nada de dinero, llevó cinco chelines a sus amigos en problemas. Eso era todo, ves, por esperar en el Señor, y contentarse con hacer una cosa tan pequeña como decir una palabra de consuelo del Señor. No se detuvo a razonar cuál sería el bien de su viaje. No dijo: “No puedo dejar mi trabajo, seguiré con eso” y tal vez el fin de semana pueda disponer de seis peniques. No, fue de inmediato, y estuvo dispuesto a hacer una cosa muy pequeña por el Señor que amaba, y así Dios pudo usarlo, y lo usó; y la historia del servicio del viejo zapatero me enseñó una gran lección, y espero que les enseñe una a ustedes también. La naturaleza no puede servir a dios; me refiero a nuestra vieja naturaleza de Adán, a la que le gusta organizar y planificar, y ser muy activa. Si el Espíritu de Dios pudiera utilizar mis poderes como el vapor utiliza la máquina de vapor, entonces todo estaría bien.

Cuando mi propia voluntad entra, impide que Dios me utilice. ¡Depende! ¡Depende! ¡Depende! No se puede depender demasiado. A Dios le gustas tener tu confianza.

Pero debo seguir con mi historia, y muy triste y terrible se vuelve en esta parte.  Dije que Richard Bond tenía dos hijos, que se habían convertido en hombres jóvenes, y que ambos habían oído la voz de Cristo. La historia del segundo, el más prometedor de los dos, ya se las he dado, y ahora debo darles la corta y triste historia del mayor. El pobre no mantenía su mirada fija en Cristo, sino que miraba hacia abajo a todas las trampas y los lazos que se extendían debajo de él; luego comenzó a hundirse fuera del estrecho camino de la luz. El corazón pronto sigue a los ojos; y cuando estaba abajo en las tinieblas, las flechas de los arqueros le alcanzaron y le hirieron gravemente. Su pobre padre lo vio hundirse más y más, y lo llamó a menudo, y le advirtió seriamente, pero todo fue en vano. Bajo a vivir entre las cosas brillantes del mundo, sus pies pronto se hundieron en el fango y sus alas fueron inútiles. Entonces empezó a amar a los que no se preocupaban por su Señor, y poco después se casó con una joven mundana, que le llevó más y más al fango.

“Bien”, tú dirás, “y cuál fue el final de esto”

Escuche. Hay algunas personas que piensan que van a arreglar todo lo que está mal en ellos en su lecho de muerte. Pero ¿Pero has pensado alguna vez que hay un gran número de personas que nunca tienen un lecho de muerte? Tal vez nunca lo tengan. Este joven nunca lo tuvo. Trabajaba en la fábrica de gas y, de repente, sin previo aviso, estaba en la presencia de Dios. Supongo que sus ojos no vieron el destello, y sus oídos no oyeron el estruendo de la explosión que sobresaltó al vecindario, y lo precipitó a él y a cinco de sus compañeros a la eternidad. Todo fue obra de un momento; un instante vivo y sano, y al siguiente un cadáver destrozado. Tan destrozado que los compañeros que lo sacaron de las ruinas enviaron un mensajero a toda prisa para encontrar al pobre padre, para que dijera qué cuerpo ennegrecido había sido el de su hijo.

¡Pobre anciano! Cuando volvió los ojos a la destrozada forma, y pensó acerca de la oscura incertidumbre que se cernía sobre el destino del alma de su hijo, una oleada de dolor, tan profunda y oscura, estalló sobre su anciana cabeza, que cayó al suelo tan indefenso y aparentemente tan sin vida como su hijo.

“Pero te preguntarás ¿se perdió el alma del joven?” no puedo decirlo. Nadie puede decirlo. El Día lo declarará. El Señor nunca dejará que los más débiles de los Suyos perezcan, pero no siempre podemos distinguir entre las meras balsas falsas y los verdaderos que se dejan flotar con la corriente de las cosas que los rodean. Si nunca hubiera tenido que ver realmente con Cristo, y solo pretendió estar en medio de Cristianos, estaría irremediablemente perdido. Pero nosotros no lo sabemos. Dios lo sabe, y, “¿el juez de toda la tierra no hará lo justo?” solo deja que su terrible destino sea una advertencia para ti y para mí. No ames las cosas de la tierra. La música, la pintura, la escultura, el gusto y estilo, la poesía, y la sabiduría que ornamentan este mundo, todo emana de la naturaleza que crucificó a Cristo. Son como los hongos de colores brillantes que crecen de un árbol podrido. Pueden cubrir su fealdad, pero demuestran que está podrido.

No se asuste. Escuche a Dios. “Porque todo aquello que está en el mundo, la concupiscencia  de la carne, y la concupiscencia  de los ojos, y el orgullo de la vida, no es del Padre, sino del mundo; y el mundo va pasando y la concupiscencia”. (1 Juan 2:16). “La sabiduría de este mundo es necesidad para Dios”. (1 Cor. 3:19). ¡Oh, redimidos, no pierdas el tiempo con la flor más hermosa que crece en un mundo que rechaza a Cristo! Vuelve tus ojos a la persona de Cristo donde está sentado a la diestra de Dios en gloria, y pronto dejarás caer los tesoros que se desvanecen en la tierra, y podrás exclamar—“No te maravilles de que Cristo en la gloria, Todo lo íntimo de mi corazón ha ganado”.

¡Pobre Richard Bond! La tormenta había estallado sobre él, con una furia que amenazaba con arrastrar todo ante ella. El golpe que le arrebató a su hijo mayor y único sobreviviente, la estancia de sus últimos años, le arrebató también la fuerza para trabajar. Nunca se recuperó de la conmoción que le produjo ver de repente la forma destrozada de su hijo. La consecuencia fue una parálisis causada por un accidente cerebrovascular, y todo un lado de su cuerpo quedó inutilizado, y su habla se vio muy afectada.

El anciano, fuerte y sano se vio reducido en un momento al estado indefenso de un niño. ¿Y qué le esperaba ahora sino una fatigosa estancia bajo el asilo, separado de la fiel esposa que era la única que sobrevivía de todos sus ayudantes? ¿Era este su destino? ¿Había olvidado el Señor a su siervo profundamente probado y afligido y el mundo frío y despiadado iba a arrastrarlo al lugar que tanto había temido? No, él tocó el corazón de su maestro terrenal, quien era un hombre anciano también y no olvidó a su fiel siervo. Por años y años, el hombre, muy afectado, había guardado su propiedad, y ahora se adelantó para proteger a su anciano de la miseria. Le fijó una pensión de diez chelines semanales de por vida.

De este modo, los ancianos estaban bien provistos. La esposa, al estar todavía en condiciones de atender a los enfermos, podía añadir así todo lo necesario a sus ingresos; “y ahora”, dirás, “todo el peligro del asilo debe haber desaparecido para siempre”. Espera un poco.

Pasaron algunos años, y el viejo amo fue a la tumba, dejando, sin embargo, la misma provisión para su siervo en su testamento. Entonces el anciano matrimonio se trasladó de Londres a uno de los suburbios y alquiló dos pequeñas habitaciones en una casa de una calle tranquila; pero la salud de la Señora Bond comenzó a fallar, tras varios ataques sucesivos que dejaron a su marido más desamparado que nunca, tuvo que dejar de ser enfermera y la pobreza les acechó. Rápidamente cambiaron las dos habitaciones por una en el segundo piso, por la que pagaban tres chelines a la semana, y los siete restantes eran todo lo que tenían para ellos, para ropa, fuego y comida.

 Llegó el mes de noviembre, con sus vientos amargos y su aguanieve, y la pobre mujer sufrió una bronquitis que la llevó a las puertas de la muerte. No tenía dinero para pagar la asistencia para levantar a su marido lisiado de su silla a su cama; no tenía dinero para el lavado; y lo que tenía para la comida se acabó pronto. El doctor, también, que fue llamado para atenderla, dio su decidida opinión de que el anciano debía ser trasladado a la enfermería del hospicio, ya que su fuerza (de ella), dijo, no era suficiente para moverlo.

¡Y bien! ¿Qué piensas del caso ahora? ¿Iba el Señor ahora a dejar que el hombre que dependía de Él, clamara la fría caridad  del mundo? ¿Iría Richard Bond al asilo  después de todo?

Ah, mis queridos amigos, sigan esta historia cuidadosamente; porque pueden llegar días en que, viejos, cansados y afligidos, se encuentren en circunstancias similares de dolor y necesidad. Verdaderamente “Dios es fiel”. ¡Oh! Que puedas aprender a confiar en Él, mientras todo parece brillante y soleado. El sol de la tierra no puede durar, las sombras deben alargarse, su sol debe ponerse al final, y frío, gris; y sin alegría ciertamente será el día final si no tienes nada más allá de esta escena para contar, ninguna esperanza más allá de la tumba; pero recuerda, tu dios ha bajado en Cristo, y ha puesto una puerta abierta en el cielo, delante de ti; y la gloria de la escena más allá de la tumba, se derrama desde esa  puerta abierta, e ilumina con un resplandor sobrenatural los días más oscuros de la pena aquí.

Sigue mi historia ahora, mientras te muestro cómo el Señor toma a Sus hijos sobre “alas de águila”, y los lleva con seguridad hasta el fin de su jornada.

 Unos meses antes de este noviembre, del que les he hablado, había llegado a vivir en el mismo barrio de los Bonds, una joven; ella era una a quien el Señor había estado por largo tiempo tratando de enseñar a “volar”. Una y otra vez Él la había rescatado, con incansable paciencia, de una trampa tras otra, pero una y otra vez se había apartado para buscar placer y apoyo en la escena que la rodeaba. Sin embargo, ella lo amaba, porque Él la había amado primero, y ahora que ella estaba lejos de las casas de campo, en las que había sido su alegría hablar de Él, miraba a su alrededor calle tras calle, y se preguntaba a dónde debía ir para llevar su mensaje de perdón y paz. Como muchos de sus seres queridos, prefería trabajar a esperar, y a menudo se fatigaba con un trabajo que Él no le había encomendado. Sin embargo, ahora dudaba porque ella temía encontrarse con extraños, y a los ocupantes de las casas de Londres apenas les importaba que alguien totalmente desconocido para ellos les entregara folletos. Mientras se demoraba, un clérigo visitó a sus padres; era un hombre que conocía al Señor y al que le gustaba hablar de Él, y le ofreció ser una de sus visitantes de distrito. Es decir, ella debía ir a una fila específica de casas enviadas por él, y con fondos de su iglesia para ayudar a todos los necesitados.

Ahora este era un camino fácil, y amparada por su bien conocido y justamente honrado nombre, se puso a trabajar. Sí, ella, que durante años había ido de casa en casa con sólo el Señor para apoyarla y animarla, ahora se inclinaba para apoyarse en el brazo de carne. Pero no había alegría en la obra; los labios que habían deseado de hablar del amor de Cristo se cerraron, o pronunciaban frases cantosas incapaces de llegar al corazón del oyente; la mano que repartía la fría caridad de los demás nunca se agarraba con el repentino apretón de agradecimiento sincero que solía sentir. Era un trabajo sin alegría, y sus espíritus y salud fallaban, y sólo el frío deber la llevaba con firmeza a través de la tarea designada por el hombre.   

No era la obra del Señor para ella. Él quería que alguien como el viejo zapatero acudiera a su más mínima llamada. Él ha dicho: “Te guiaré con Mi ojo”. Sus siervos deben depender enteramente de Sí mismo para ser guiados, para la fuerza, para la ayuda de todo tipo.

 Pronto se dio cuenta que Su ojo le señalaba un lugar totalmente diferente, pero miro las casas, y dijo, “No me atrevo a ir”. Pasaron semanas antes de que ella fuera capaz de confiar en que su Señor la pondría a trabajar Él mismo, y la apoyaría en ello; pero una tarde fría y gris de noviembre, cuando un amargo viento del noreste hacia caer un fino aguanieve, se puso en marcha temblorosamente para hacer Su voluntad. Me atrevo a decir que se reirán cuando les diga que recorrió toda la calle y se volvió a su casa dos veces sin tener el valor de llamar a una sola puerta. Pero no podía descansar, y la tercera vez encontró fuerza no de ella misma, dependiendo solo de su Señor viviente, y llamó en cada casa hasta que llegó a la No. 6. A esa hora ya era casi de noche, las lámparas de gas brillaban en las calles, y las sombras parpadeaban en el pavimento mientras el viento frío luchaba con las llamas. Era una tarde desolada, pero su corazón cantaba de alegría, se regocijaba en su “Roca”.

En la número 6, una anciana de rasgo aguileña, vestida con pulcritud y de aspecto muy respetable le abrió la puerta y la invitó a pasar. Entró con mucho gusto, y se encontró en una habitación tan limpia y ordenada en sus muebles como la dueña en su persona; y allí, sentado en una silla junto a un pequeño fuego, había un anciano de buen aspecto. Una expresión de tranquilo y pacífico reposo se reflejaba en sus hermosas facciones; la noble y abierta frente estaba rodeada de cabello blanco como la nieve, los claros ojos azules se posaban en ella con una mirada tranquila y vacía. En su mano sostenía un pañuelo de bolsillo blanco, y en la cabeza llevaba su sombrero. En pocas palabras, pronunciadas en tono bajo, la mujer le explicó que su marido se había vuelto como un infante, a causa de los repetidos ataques de parálisis, y que rara vez hablaba o se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Conmovida por la profunda calma de su expresión, se inclinó hacia él y le dijo unas sencillas palabras sobre la “Roca” en la que descansaba su propia alma. En un momento, una mirada de inteligencia se reunió en el plácido rostro, una nueva luz brilló en los tranquilos ojos, y la tartamuda lengua balbuceo tres palabras, “¡La más hermosa!” eso fue todo lo que dijo, y seguramente fue suficiente. El pobre cuerpo, aplastado como estaba por el dolor y la enfermedad, dio expresión a la profunda paz del alma, la paz que sobrepasa todo entendimiento. Y aunque la dama no lo sabía, estaba al lado del “hombre que podía volar”, y él, en su vejez y debilidad, iba a ser el medio en la mano de Dios para enseñarle a aventurarse en su Señor vivo, a dejar de depender de los apoyos terrenales, para así ella misma “volar”.

No fue a más casas aquel día, y volvió a su hogar agradeciendo a Aquel que se había dignado a darle una obra que hacer, para Él. Fue sino unos pocos días después de esto, que la Sra., Bond se vio afectada por bronquitis, y el doctor que la vino a ver, insistió que llevaran a su afligido esposo al asilo hospitalario. ¿Qué había que hacer?  La pobre anciana se echó a llorar pensando en su propia impotencia, en su cartera vacía, en su aparente falta de amigos. Una amable vecina vino a ordenar su habitación y a sacar al pobre anciano de la cama, para llevarlo a su asiento junto al fuego; y entonces se quedó a solas con Dios, y cara a cara con sus penas. Nunca había aprendido a confiar en su Señor como lo había hecho su marido, y el consejo de éste se había perdido para siempre. Mientras estaba tumbada y lo observaba sentado en un silencio impotente junto al fuego parpadeante, pensó en las palabras de consuelo y ánimo que él solía pronunciar en días anteriores, cuando las olas de dolor habían subido. Él parecía no darse cuenta de todo ello, pero de vez en cuando volvía sus tranquilos ojos azules, con una mirada de asombro, hacia el rostro manchado de lágrimas de ella. ¿Y el terrible destino debía ser suyo? ¿Debía una mujer del asilo velar por su último aliento, y cerrar sus ojos, y envolverlo en sus ropas funerarias? Después de sus largos años de feliz vida conyugal y de paciente trabajo, ¿deben separarse así? ¿Te sorprende que haya llorado? ¿Y crees que lloro sin ser observada, sin ser conocida, sin ser atendida? No, había alguien en quien no podía confiar, ¡pobre alma cansada!—velando junto a ella en aquel día sombrío, y de pronto le susurró al oído: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”.   

Verás que el cuidado del Señor de Sus hijos no depende de su fe, sino de Su propio corazón. ¿Qué bendito es esto para nosotros, no es así? Él estaba cuidando a su pobre hija que dudaba, todo el tiempo, pues mientras ella lloraba y se preguntaba, Él enviaba a su propio mensajero para ayudarla. Su mensajero no era el pobre zapatero, esta vez, sino la joven a la que estaba enseñando a depender de Él mismo.

Y así pasó que “la vasija de aceite no falló, ni el barril de harina se desperdició”, hasta que la pobre mujer fue capaz de levantarse de su cama, y moverse nuevamente. Pero su enfermedad había sido tan grave que sus fuerzas se habían agotado, y el médico le dijo que no debía volver a intentar mover a su marido; tampoco debía, dijo, lavar más ropa; y de nuevo repitió su deseo que el anciano fuera al asilo. Sólo cumplía con su deber al hablar así, pero cuando salió de la casa aquel día, dejó tras de sí una nube de tristeza realmente profunda y negra.

 Las horas pasaron y al caer la tarde, la penumbra exterior era escasa, comparada con la oscuridad que se apoderaba del alma de la pobre mujer. Cuando estaba apoyada en la cama, con una pena desesperada, llamaron a la puerta de su habitación, que estaba entreabierta, y, empujándola, entró la joven que había sido enviada antes.

 ¡Qué escena era esta! Junto al pequeño y vacilante fuego estaba sentado el anciano, con las manos sobre las rodillas, su plácido rostro imperturbable y tranquilo como siempre; contra la cama se apoyaba la delgada figura de su anciana esposa, temblando de emoción, mientras las lágrimas corrían por sus arrugadas mejillas; la habitación estaba iluminada por el vacilante resplandor de la lámpara de gas de la calle, que estaba casi a la altura de las ventanas sin cortinas, y fuera, la nieve se deslizaba silenciosa y rápidamente hacia la tierra. Entre sus sollozos, la mujer desconsolada le contó su historia de dolor.

 “Tiene que ser así”, dijo ella; “¡Ya no hay remedio!—Después de todos estos años debemos separarnos; le romperá el corazón, pero si no le pusieran la ropa, tal vez no se daría cuenta…oh querido, oh querido; es difícil de soportar” 

¿No tienes amigos?, dijo la visitante, ¿nadie que te ayude? ¿Nadie que añada una suma semanal a su pensión, para el lavado, y para ayudar a trasladar a su marido?,

“Todos dicen lo mismo”, se lamentó la pobre mujer; “debe ir al asilo”.

 Luego bajo la voz y miró ansiosamente hacia la chimenea; los ojos de la señora siguieron los de ella, y vio una imagen difícil de olvidar. La débil mente del anciano había captado el significado de aquellas últimas y amargas palabras, su rostro se volvió completamente hacia ellas, la mirada plácida había desaparecido y grandes y brillantes lágrimas caían unas tras otras por sus mejillas. Su cuerpo indefenso se estremecía con los sollozos. 

 

“Nos entiende”, dijo la mujer, apresurándose a acercarse a él; “¡Oh no llores!”, ella dijo, esforzándose por consolarle, “serán muy amables, y yo vendré y”—entonces le faltó la voz, y lloraron juntos.

Y fue entonces que Él que conocía todo el pasado: y fue “afligido en todas sus aflicciones” puso de repente en el corazón de la señora que era un pecado y una vergüenza para un Cristiano anciano tener que refugiarse bajo el techo del asilo. Era la primera vez que ese pensamiento se le pasaba por la cabeza; no tuvo tiempo para razonar por qué debía o no ser así, sólo sintió que sería una vergüenza flagrante para ella misma y para todos los Cristianos del vecindario, si se permitía que se hombre fuera allí. Era el Señor quien agitaba así su corazón, pues conocía la historia pasada que ella ignoraba. Se le había confiado el cuidado de su hija en días pasados, y ahora estaba a punto de utilizarla para llevar a cabo sus propios propósitos. No era una escena que el corazón más duro pudiera contemplar impasible, y salió de la habitación.  

“¡No puede ser!, ¡no debe ser!” dijo ella, mientras se paraba en la pequeña terraza de la puerta, “¡no será si puedo evitarlo! Veré lo que puedo hacer por ti. No digas nada más. Te veré de nuevo mañana”.

 Luego le apretó la mano a la anciana y se alejó a toda prisa a través de la escarcha y la nieve, ¿Y a quién crees que acudió en busca de ayuda? Porque no tenía medios para hacer mucho por las pobres almas.

 

 “¡Oh!” dirás, “al Señor, por supuesto, porque Él la había enviado allí”. No, de hecho ella no lo hizo; “no entendía lo de “volar”, así que acudió a todos sus amigos terrenales con la historia de su dolor; algunos eran cristianos y otros no, y ella se apoyó en la bondad de sus corazones, en lugar del Dios vivo. Era una historia tan triste, que pronto tuvo suficiente dinero prometido para permitir a los Bonds varios chelines a la semana; y al día siguiente bajó con la buena noticia. El pobre anciano se sentó con sus ojos fijos en ella, mientras ella le contaba a su esposa sobre la ayuda proporcionada. Ahora no era una mirada vacía, sino una mirada ansiosa y ansiosa mientras el destrozado cerebro se esforzaba por captar y apropiarse del significado de sus palabras. Se enteró de que, después de que ella se marchara el día anterior, él pareció darse cuenta repentinamente de que era su debilidad corporal la que le estaba llevando a su temido destino; y balbuceando “que no se sabía lo que el Señor podría hacer todavía”, se había balanceado por la mitad de la habitación. Entonces le faltaron las fuerzas y se quedó agarrado a la cama, temblando y llorando como un niño. No era la voluntad del Señor salvarle de esta manera, pero, sin embargo, quería salvarle; su “fuerza era estar quieto”, y dejar que el Señor se ocupara de él; sí, lo “llevaría sobre las alas de las águilas”.

¡No puedes dar las gracias a la señora, exclamó su mujer; “te ha salvado del asilo, no tienes que irte”! Pero su débil lengua no pudo articular palabras, inclinó su cabeza canosa y lloró.

 Y así fueron pasando los meses, mientras avanzaban, a quien el Señor había usado para llevar a cabo Sus planes, estaba aprendiendo una lección nueva y extraña, estaba aprendiendo a “volar”. Primero uno, y entonces otro de sus amigos retiraron sus suscripciones, y a la medida que cada puntal cedía, el Señor la atrajo suave y tiernamente para que se apoyara sólo en Él. Una sola, de todas sus ayudantes, consideró un privilegio ayudarla hasta el final, y envió su dinero sin que se le pidiera. Así como la joven águila, la ayudante aprendió a “volar”.

 

 Así transcurrieron varios meses, hasta que llegó nuevamente el otoño. Fue entonces que una mañana, mientras la joven le daba a la Sra. Bonds su dinero para el mes, ella dijo, “Me voy de casa, y no puedo decirle de dónde vendrá la próxima provisión, pero el Señor puede enviarla”.

Pero Él nunca le envió, porque nunca más fue necesario. Unos pocos días después, el anciano empeoró repentinamente y fue confinado a su cama; y ahora, como si el príncipe de este mundo hiciera un último esfuerzo para triunfar sobre la fe del hijo de Dios, y para demostrar, incluso en esta última hora, que la promesa del Prometedor era nula y sin valor, la desgastada esposa cedió a las protestas de los que la rodeaban, y accedió a que su marido fuera trasladado a la enfermería de asilo. Indefenso como un niño, y casi inconsciente de lo que ocurría a su alrededor, tal vez no se hubiera enterado del cambio, pero la oración de los días pasados se había registrado en el cielo, y su Padre velaba por su hijo indefenso. Todo se resolvió en la tierra, y se dio la orden de que el transporte del asilo viniera a buscar el pobre cuerpo destrozado al día siguiente. Aquella noche se cerró lenta y silenciosamente, y los hombres fueron a su descanso como de costumbre, mientras la cansada esposa se sentaba a velar y llorar por última vez, al lado de su marido. Pero también había Uno que velaba, para quien la noche brilla como el día; un Ojo que nunca dormita ni duerme; y antes de que el primer rayo de la fría luz de la mañana se abriera sobre la tranquila ciudad, un mensajero había salido de las cortes de arriba, y había susurrado si mensaje al espíritu encadenado; acalló la débil respiración, y esmaltó los ojos desfallecidos, y mientras lo hacía, la gloria en todo su esplendor estalló sobre el alma rescatada. ¡Ah, redimidos! “Todas las cosas son suyas”, si ¡la misma muerte es suya! Fuera de aquel cuerpo débil, golpeado y destrozado en la habitación oscura, el espíritu pasó a la gloria de su Señor. Muy, muy por debajo de él estaba el techo de la casa de trabajo, mientras era llevado por la puerta perlada a la cámara de la presencia del Señor.

La mañana siguiente, cuando la gente de la calle estaba buscando la furgoneta del asilo, Richard Bond se había ido a donde un día se sentaría en el trono y tendría una corona, y alabaría a su Salvador por siempre. ¿Y crees que eso fue todo? ¿Creen que fue sepultado en la tumba de un pobre? Muchos pensaron que poco importaba el lugar donde se depositara el pobre polvo, ahora que el espíritu se regocijaba con el Señor,–pero no es así ese tierno Salvador-Él envió a la pobre viuda dinero suficiente para depositar a su marido en un cementerio cercano, y allí yace el cuerpo, esperando la Voz que un día lo llamará desde la tumba, incorruptible, un cuerpo espiritual, apto para la gloria.

  Eso no fue todo. La viuda misma fue cuidada por el Salvador; la pensión había terminado, es verdad, pero el Señor vivía para velar por ella y suplir todas sus necesidades. Él tocó los corazones de aquellos a quienes ella había cuidado en la enfermedad, y le proveyeron para todo lo que necesitaba.

 Poco después cayó enferma de una enfermedad mortal llamada cáncer, y el médico le dijo que moriría. Es algo solemne que te digan que vas a morir, que no hay médico en todo el mundo que pueda curarte, ni medicina conocida que pueda detener la dolencia. Cuando la señora Bond se enteró de que no le quedaba mucho tiempo de vida, se sintió asustada al principio, y Satanás la tentó a mirar su propia vida y sus costumbres para ver si era de Jesús. Entonces se aterrorizó, y el pensamiento de la muerte le resultó espantosa, porque cuanto más se miraba a sí misma, peor se veía, y dudaba de que todos sus sentimientos felices del pasado hubieran sido reales y temía haberse engañado a sí misma, y que, después de todo, iba a ir al infierno. No me sorprenden sus temores, ella dudaba del amor de Jesús y no creía en su palabra. Él ha dicho: “Todo el que viene a mí, no le echaré fuera”. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores al arrepentimiento”. “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”. “El que cree en mí tiene vida eterna”. En lugar de confiar simplemente en la palabra de Dios, dijo que quería ver por algunas señales en sí misma si era una de “los elegidos”.

¿Qué pensarías de un hombre, que, cuando su amigo ha pagado su deuda, dice que no lo creería hasta ver el recibo? Dirías que ese hombre no tiene confianza en su amigo, que no cree en su palabra. Así trataba al Señor Jesús. Mucha gente lo trata así; dicen que quieren sentirse salvados antes de creerle; pero hasta que no toman su palabra, no tienen ni paz ni alegría. No tenemos nada en que basarnos sino en la Palabra de Dios. Dios afirma un hecho, y espera que  creamos lo que dice. “El que oye mi palabra, y cree en el que me envió, tiene vida eterna, y no vendrá a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida”. (Juan v. 24).

 

Dios, en Su amor y fidelidad, tuvo cuidado de consolar a esta pobre hija que dudaba. Le envió un mensajero, que le señaló el valor de la sangre de Cristo, y le recordó que ella fue salvada completamente por lo que Él había hecho, y no por algún cambio en ella misma. Era tan apta para el cielo como el ladrón en la cruz, y no más apta. Entonces, al mirar a Jesús muriendo, el “Justo por los injustos, para llevarnos a Dios”, sus temores se disiparon, y vio que sólo la sangre de Cristo le daba su título para el cielo. Ella confió  en Uno que murió por los pecadores, aceptó la palabra de Dios como verdadera cuando dijo que estaba  satisfecho con la muerte de Su sustituto, y “la paz de Dios que traspasa todo entendimiento” fue su porción.

 Nunca busques en tu interior ninguna señal de tu salvación. La sangre, y nada más que la sangre de Cristo, puede satisfacer tu caso. La sangre de Cristo clama “perdónalos”. Y si reconoces tu necesidad de ello, y crees en la palabra de Dios al respecto, obtendrás el perdón y la vida eterna.

Debo contarles una cosa más antes de cerrar mi historia, para mostrarles cuán real es tener a Dios cuidando de uno. Un día, poco antes de su muerte, la pobre señora Bond sufría tal agonía a causa de su terrible enfermedad, que apenas sabía cómo soportarla. Lo único que podía aliviarla era el brandy, pero no tenía ninguno en la casa ni dinero para comprarlo. No sé si lloró a su Padre celestial, pero me atrevo a decir que sí, porque Él envió a una de Sus hijas a verla. Esta hija suya era muy pobre, y no tenía dinero propio, pero cuando se enteró de la angustiosa necesidad de la pobre viuda, metió la mano en su bolsillo, sin esperar encontrar nada allí, pero para su sorpresa encontró un chelín, y se lo dio inmediatamente a la enferma. Sin embargo, cuando salió de la casa recordó, con gran pena, que aquel chelín no era suyo; al menos se lo habían dado para un fin especial. Tenía muchos amigos a los que podría haber acudido por esa suma, pero ella sabía “volar”; es decir, dependía sólo de Dios; y así le comunicó su error, y lo dejó con Él. Entonces, esa misma tarde, Él puso en el corazón de su hermana, lejos en el campo, poner doce sellos en una carta, y enviarlos para la vieja señora Bond. Así que a la mañana siguiente cayeron del sobre, como prueba del amoroso cuidado de su Señor vivo.

 

Y ahora mi historia ha terminado; y tal vez te estés preguntando por qué Dios dejó que “el hombre que podía volar” sufriera tan duras pruebas en su vida. Tales pensamientos han desconcertado a muchos, cuando han mirado los caminos de dificultad y peligro por los que Él tan a menudo conduce a sus hijos. Estoy bastante seguro de que si se le hubiera podido preguntar a Richard Bond si le hubiera gustado quedarse sin alguna de sus pruebas, habría dicho: “¡No!” ¿Y porque habría respondido así creen ustedes? Porque tenía confianza en Dios; sabía que su Padre estaba haciendo en él lo que más glorificaría a Cristo ante los hombres y los ángeles; y todo el deseo de su corazón era que el Salvador que murió por él-“Él todo amable”-sería magnificado en su cuerpo, ya fuera por la vida o por la muerte. Cuanto más profunda sea la prueba por la que pasa el dependiente, mayor será el testimonio del poder de apoyo de Cristo aquí, y más brillará para Él por toda la eternidad. “Bien que fuisteis echados entre los tiestos, Seréis como alas de paloma cubiertas de plata, Y sus plumas con amarillez de oro”.

No importa cuán malvado y descuidado hayas sido hasta este momento, o cuán a menudo te hayas alejado de la Voz de advertencia que te sigue. Si escuchas ahora el clamor que una vez más suena en tus oídos “la moda de este mundo pasa” y aceptas el refugio de la sangre de Cristo, serás salvado incluso ahora, y aprenderás lo que es “subir con alas como las águilas.”

Oh, pequeño pueblo, antes de que nos separemos, permítanme recordarles una vez más que “Pretender” no sirve a Dios.

El Señor Jesús puede llamar, en cualquier momento, a aquellos que conocen Su voz, “Sube acá”. Las alas falsas no servirán entonces; el nombre de ser Cristiano no responderá entonces. Si no te has rendido a Cristo, que te busca esta noche, antes de eso,  serás dejado atrás. No habrá fiesta en el salón de banquetes entre las nubes para ti, ni sonrisa del tierno y amoroso Salvador para ti, ni palabra de bienvenida, ni canto de alabanza, ni asiento en el trono ni corona para arrojar a sus pues; nada de esto será para ti. El llanto y el crujir de dientes serán siempre tuyos, cuando mires hacia atrás, y recuerdes cómo la Voz te llamó una y otra vez, y no la escuchaste, o dijiste: “En otro momento escucharé, y prestaré atención”. Entonces Aquel que los siguió para salvarlos, pero cuya longanimidad despreciaste, les dirá,: “Porque llamé, y te negaste; extendí mi mano, y nadie miró; pero desechaste todo mi consejo, y no quisiste mi reprensión, yo también me reiré de tu calamidad, me burlaré cuando venga tu miedo; cuando tu temor venga como desolación, y tu destrucción venga como un torbellino, cuando la angustia y la aflicción vengan sobre ustedes; entonces me invocarán, pero no responderé, me buscarán pronto, pero no me encontrarán. ” (Prov. i. 24 28). Te quedarás atrás, sin un refugio desde el torbellino de juicio, que barrerá este mundo que rechaza a Cristo, y que te hará girar ante él como paja, hacia el lago de fuego.

 “Fingir” no sirve para Dios. Tal vez digas, “Pero yo confío en Jesús, esta noche, sólo tengo miedo de que mañana me olvide de Él, y sea igual que antes… ¡Ah! Pero tú no tienes nada que ver con el mañana; déjale el mañana a Jesús. No te olvidará; hay “gozo en la presencia de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente”. No hay nada que hacer para salvarte, esto ha sido hecho largo tiempo atrás, y si tú confías en Él, eres salvo; salvo para “siempre” y debes dejar todos tus mañanas con Jesús. Cuanto más confíes en él, mejor “volaras” y menos mirarás al mundo en busca de apoyos para mantenerte en pie. Todos esos puntales son cañas en las que si un hombre se apoya le atravesarán la mano: son vínculos con el escenario que has dejado.

¡Oh, depende del Señor más y más! Pídele que te haga muy, muy sencillo y confiado, y luego confía en que Él lo hará.

Ahora Talkings in the Twilight ha terminado, pero por favor recuerde mi solemne palabra de despedida—“FINGIR” NO LE SIRVE A DIOS.

Pero, “Aquellos que esperan sobre el Señor renovarán sus fuerzas; levantarán alas como águilas, correrán, y no se cansaran, y caminarán, y no se fatigarán”. (Isaías 40:31).

 

 

 

Traducido  con permiso del Inglés al castellano por: C.F

 

 

 

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